Thursday, September 04, 2008

El Jardín del Edén y las Hiperbóreas

Que el Jardín del Edén tiene como más remoto antecedente a la Tula Hiperbórea lo prueba el hecho de que desde tiempos immmemoriales, y hasta el Medioevo europeo, se representaba como un jardín paradisíaco ubicado en la cima de una montaña inaccesible rodeada por el mar —imagen de la Tierra que es antiquísima y que a través de la historia se encuentra por todas partes del mundo, incluso en los mapas de Mercator, donde el océano está dibujado como un torrente que, a través de cuatro embocaduras, se precipita en el Golfo Polar nórdico para ser absorbido por las entrañas de la Tierra y en el que el propio Polo, el centro supremo, está figurado por un negro peñasco que se eleva hasta una altura prodigiosa.

Ahora bien, el hecho de que en muchos casos este centro haya sido representado por una caverna, una isla, una ciudadela, un palacio, un templo o una pirámide, indica tan sólo que posteriormente se quiso recordar, por medio de imágenes secundarias, el centro primordial por excelencia: me refiero al monte Meru de los hindúes, descrito por el Surya-siddhanta como una pequeña montaña situada en el Polo Norte, y un prototipo que ha perdurado principalmente en las montañas sagradas del Asia Central —consideradas por muchos como la cuna de la humanidad— con nombres como Sumer, Sumber o Sumur, claramente idénticos a la palabra sánscrita Sumeru.

Mencionaré, de paso, que si el paraíso bíblico se considera tradicionalmente situado en esa región es porque se trata de una tradición posterior y secundaria con relación a la hiperbórea, aparte de que las referencias al paraíso por parte del Génesis son esencialmente simbólicas y, por cierto, supeditadas al ámbito de la región en la que el libro fue recopilado. Por otro lado, el hecho de que todas estas representaciones hayan dado origen, entre los diferentes pueblos, a bellísimas y evocadoras leyendas no revela sino la intención de mantener vivo, a través de los siglos, el recuerdo de dicho centro supremo.

Tal es el caso, entre los celtas, de la mítica isla de Avalon de las leyendas del rey Arturo, imagen emblemática del rey perfecto cuyos caballeros, en número de doce, tenían reservados doce sitios —representación usual de las doce constelaciones— alrededor de una mesa redonda cuyo centro, en tanto que símbolo del centro supremo, estaba reservado para ser ocupado por el Santo Grial —a su vez símbolo del conocimiento perfecto o, más bien, del lugar donde éste se guarda intacto a través de las vicisitudes por las que atraviesa un ciclo completo de humanidad, tal como ocurre, por ejemplo, con el soma entre los hindúes y con el elíxir de los dioses entre los griegos.

Por lo demás, es evidente que sólo en uno de los dos Polos pudieron darse las condiciones ideales como para hacer posible una “eterna primavera”, la estación que preside durante toda la Edad de Oro. Y en efecto, en Bhagavata Purana 5, 20:30 se describe el Sol desplazándose durante todo el año —y no sólo durante una parte de él como en la actualidad— en trayectoria circular por encima del horizonte y alrededor del Monte Meru, imagen arquetípica del centro original. Éste, a su vez, se sitúa en medio del Bhu-mandala, que es una antiquísima representación esquemática de la Tierra (y probablemente del sistema solar, la galaxia y el universo entero) conformada por seis anillos concéntricos separados por mares, los cuales, al rodear dicho centro, constituyen en conjunto los siete dvipas, “islas” o continentes, de la tradición hindú. Todo lo cual nos remontaría, en definitiva, a una época en la que el plano de la eclíptica, el ecuador y el horizonte de la Tierra parecen haber coincidido en forma aproximada, hace tal vez alrededor de 50,000 años, cuando la órbita de nuestro planeta era más circular y su eje no estaba tan inclinado como hoy.

Naturalmente, soy consciente de que esta hipótesis suscita más dificultades de las que resuelve, dificultades de las que no es la menor el hecho de que en la época así fijada la región polar septentrional se hallara con toda probabilidad cubierta por una espesa capa de hielo, situación que no concuerda con las condiciones que deben reinar en un “paraíso”; aun así, de acuerdo con René Guénon, ciertos datos tradicionales indican que la inclinación del eje terrestre no ha existido siempre, sino que sería consecuencia de lo que se conoce como “caída del hombre”; esta circunstancia, si bien es sumamente improbable que se haya dado en la época en cuestión, resolvería sin más el problema.

Aun otra posible solución consistiría en hacer retroceder la época hiperbórea a hace más de 100,000 años, es decir, dos veces la duración conjunta de dos períodos precesionales (2 x 51,840 años), y ello en virtud de las analogías existentes con el Día y la Noche de Brahma, que parecen darse para ciclos de todos los órdenes y que serían por tanto perfectamente aplicables al caso. Aun así, la ciencia nos priva de esta posibilidad, pues parece que por entonces ya había comenzado la última glaciación, la de Wurm (hace 130,000 años), lo cual nos obligaría a remontarnos a la anterior, la de Riss —la cual se habría extendido entre 230,000 y 180,000 años atrás— y al prolongado período interglacial que le sucedió, de unos 50,000 años (entre el 180,000 y el 130,000 a.C.): aquí sí parecen encajar los hechos, pues esta época, en la que habrían prevalecido condiciones muy favorables (tal vez la inclinación del eje terrestre sería nula, y su oscilación mínima), corresponde aproximadamente a la de la aparición del hombre de Neanderthal y, en otro orden de cosas, al solsticio de invierno y, sobre todo, al Norte dentro de la correspondencia analógica con las cuatro estaciones del año, así como al Apolo hiperbóreo, a la raza blanca y, entre los elementos, al agua.

Por cierto que en este caso la “caída” no sería la de Adán y Eva, sino la del propio Lucifer, como lo testimonia el famoso pasaje bíblico de Isaías. Todo ello en contraposición a la época que podemos llamar “adámica”, la cual correspondería a la aparición del hombre de Cromagnon y, en el orden analógico respectivo, al equinoccio de otoño y al Oeste, así como a la raza roja y al elemento tierra; en todo lo cual entran consideraciones incluso lingüísticas, pues la palabra Adam se relaciona con ambos significados, “tierra” y “rojo”. Sin embargo, abordar cuestiones tan diversas requeriría de un estudio muy profundo; para empezar, con este particular enfoque nos estaríamos saliendo de los límites temporales del actual Manvantara, que he fijado en 51,840 años comunes, y de la esfera del hombre moderno, que no considero “pariente” del Neanderthal sino del Cromagnon; y no hay que perder de vista que algunos científicos sitúan hace unos 40,000 ó 50,000 años, y probablemente en Asia Central, la aparición de las primeras tribus organizadas, lo que coincide incluso con la exégesis bíblica ya mencionada.

Pues bien, he de reconocer que es en extremo difícil resolver estas cuestiones en forma definitiva, como lo es asimismo asegurar que mi cálculo de la duración total del Manvantara sea exacto. No olvidemos que, según Guénon, tal duración sería no de 51,840 años (o 12,960 x 4) sino más bien de 64,800 años (12,960 x 5), y no pretendo, ni mucho menos, competir con él en cuanto a conocimiento de estos temas, como tampoco establecer con certeza absoluta el punto de partida de la tradición hiperbórea en la fecha que he señalado, algo que él, que yo sepa, tampoco intentó siquiera, como tampoco intentó nunca seguir en retrospectiva, punto por punto, su derrotero hasta una fecha cualquiera. En cuanto a predecir acontecimientos futuros en una forma específica, es algo a lo que siempre mostró aversión, para no mencionar el hecho de fijarles alguna fecha. Lo que quiero decir, en suma, es que nada asegura que mis cálculos no estén en todo o en parte errados, y si los he efectuado —y, para tal caso, si he emprendido este trabajo en su conjunto— es porque he sentido que era el momento oportuno para ello, incluso contraviniendo ciertos preceptos de las doctrinas esotéricas que no alientan en absoluto este tipo de especulaciones. Pero en cualquier caso, será una extensa recapitulación en futuras entregas la que se encargará de establecer en qué medida son válidos los datos y cifras que he considerado a lo largo de esta serie, tanto en mi determinación de la duración del actual Manvantara en su conjunto como en la de sus fechas de inicio y de término.

Saturday, August 09, 2008

La Atlántida

La famosa isla-continente

Una vez admitido un origen común para las culturas grandes y misteriosas como la sumeria y la egipcia en el viejo mundo, y la Maya y la azteca en el nuevo, surge naturalmente la pregunta: ¿dónde podía hallarse dicho origen? Mucha gente dirá inmediatamente que sólo puede haber sido en la Atlántida.

Sin embargo, a riesgo de decepcionar a los muchos miles de partidarios de la Atlántida, señalaré de inmediato que no podía hallarse en esa famosa isla-continente. Pues aunque se han esgrimido un cúmulo de pruebas en favor de su existencia, principalmente en los varios miles de libros escritos acerca del tema a través de los años, una cuidadosa consideración de la información existente, en particular del marco temporal involucrado, demuestra que la Atlántida fue a lo sumo un centro secundario que irradió, como muchos otros centros irradiadores de cultura del mundo en diferentes épocas, en un momento en que el actual Manvantara estaba ya muy avanzado, es decir, cuando la tradición primordial, de carácter polar y centrada por tanto en la Osa Mayor, había cambiado ya a zodiacal, orientada a las Pléyades —hecho que cobra especial relevancia si recordamos que las Pléyades eran hijas de Atlas y que fueron llamadas, a causa de ello, las “Atlántidas”.

Por otro lado, de lo que sí no existe duda alguna es que la civilización atlante existió. Tal vez la mejor prueba de ello la proporcionan los incontables nombres que han perdurado a un lado y al otro del Atlántico y que se derivarían de una misma fuente, como por ejemplo Aztlán, isla mítica que los aztecas reclamaban como su patria de origen (y, curiosamente, Atl es el nombre dado al agua tanto en el antiguo México como en los países semíticos) y muchísimos otros.

Otra prueba la constituiría lo que se ha dado en llamar la gran paradoja del antiguo Egipto, que parece haber pasado, ya a partir del Imperio Antiguo, de una simple unión de clanes protohistóricos a una civilización refinadísima capaz de construir inmensas pirámides —inmenso logro que favorece la hipótesis de que procediera de otra parte del mundo, que no sería otra que la Atlántida.

Sin embargo, es precisamente a raíz del catastrófico hundimiento de las isla-continente que se habría producido el diluvio bíblico, lo cual, al situar ambos acontecimientos en la misma época, haría de la Atlántida un lugar aun más improbable como origen cultural común de la humanidad actual, tanto más cuanto que, según ciertos datos tradicionales, su duración no habría excedido un “gran año”, entendido como la mitad de un período precesional.

Así, pues, para hallar el centro supremo debemos olvidarnos de los centros secundarios y relativamente recientes y remontarnos al comienzo mismo del presente Manvantara, a la época regida por el Manu Vaivasvata de la tradición hindú, padre de la humanidad actual, a la que el avatara Matsya, el pez, prefiguración del Oannes babilonio, habría salvado del gran diluvio «que cubrió los tres mundos». Tal época sería anterior a la del diluvio bíblico en al menos 40,000 años y se remontaría por tanto a los tiempos de la Tula Hiperbórea, situada en el Polo Norte, allí donde, en palabras de Homero, están «las revoluciones del Sol», hogar del Apolo céltico o hiperbóreo; un lugar de delicias evocado por numerosas tradiciones, incluso por la china, donde la estrella polar, y en general la Osa Mayor, “la cigüeña”, tienen un papel importantísimo; pero principalmente por todas las de origen indoeuropeo, y que sería el antecedente más remoto del Jardín del Edén de la tradición judeocristiana. (Continuará)

Friday, July 25, 2008

El conocimiento antiguo en el Nuevo Mundo

Pasemos a este lado del mundo, donde es posible ver restos de imponentes pirámides cuyos constructores, los antiguos mayas, desarrollaron un calendario tan preciso que establecía el año de 365.2422 días, mucho más exacto que el juliano de 365.2500 días e incluso que el gregoriano de 365.2425 días, en uso hasta hoy. Los mayas desarrollaron asimismo un sistema de numeración basado en la posición de los valores, sistema cuyo empleo no se haría general en Europa sino a partir del siglo XIV, y que implicaba la concepción y el uso del cero.

En conexión con esto, se ha llegado a saber que el calendario maya estaba basado en la llamada Cuenta Larga, cuyo punto de partida fue establecido en alrededor del 3114 a.C., y que se suponía ha de terminar aproximadamente 5,125 años después, es decir, más o menos en el 2012 d.C. Mayores precisiones sobre esta impactante característica pueden verse en “Acerca del año 2012”.

En cuanto a los toltecas y aztecas, grandes constructores de pirámides, y los misteriosos teotihuacanos y olmecas, muy anteriores a aquéllos, ya he señalado que parecen haber sido los primeros en desarrollar una astronomía avanzadísima y un calendario preciso; probablemente tan preciso como el de los incas, que era a la vez astronómico y agrícola y tan sofisticado, que incorporaba los ciclos biológicos de algunas plantas y animales. Por lo demás, huelga decir que todas estas culturas determinaron con gran precisión las fechas de los equinoccios y solsticios; lo hacían, por ejemplo, en el sur del Perú, el conjunto preincaico de las misteriosas “líneas de Nasca”, considerado el calendario astronómico más grande del mundo, y el monolito incaico conocido como Intihuatana (“la piedra que ata al Sol”), un reloj o instrumento astronómico que se conserva en el punto más alto de la ciudadela de Machu Picchu, cerca del Cusco.

Otros testigos del gran adelanto alcanzado en todo el mundo desde épocas remotas pueden verse aún en las ruinas de antiguas ciudades cuya existencia era legendaria o desconocida, como por ejemplo Mohenho-Daro y Harappa en la India, tan avanzadas que sus calles tenían canalizaciones y sus casas cuartos de baño, y un hecho significativo: sus habitantes parecen no haber empleado armas ofensivas de ninguna clase. Aquí se hallaron también misteriosas inscripciones grabadas que aún pueden verse en Mesopotamia y, por su parte, en esta región fue desenterrada, en un profundo estrato sumerio correspondiente al 3000 a.C. o antes, una figurilla de Shiva meditando en posición yóguica, idéntica a otra encontrada en las ruinas de la ciudadela de Mohenho-daro, obviamente indicando que fue fabricada antes de esa fecha. Estos hallazgos no sólo sugieren que ya en épocas muy remotas había vínculos entre ambas civilizaciones, sino como sostienen algunos, yendo aun más lejos, que la civilización sumeria provenía de aquella ciudad-estado, la cual, de hecho, sería mucho más antigua de lo que se acepta oficialmente.

Existen, incluso, vestigios de una extensísima civilización que habría abarcado todo el Norte de Europa, desde Irlanda y Britania hasta los países escandinavos, y que se remontaría al 9000 a.C. Es probablemente de ella de donde descendieron los constructores de los grandiosos observatorios de piedra de Stonehenge en Inglaterra y de Carnac en Francia, así como del gigantesco círculo zodiacal de Glastonbury, en Inglaterra, de 30 millas de circunferencia, el cual dataría del 3000 a.C. Análisis modernos han demostrado que tales constructores, además de poseer conocimientos astronómicos avanzadísimos, eran grandes geómetras que conocían, por ejemplo, que un triángulo cuyos lados sean proporcionales a 3, 4 y 5 contendrá siempre un ángulo recto, propiedad cuyo descubrimiento se atribuye a Pitágoras (formulador del famoso teorema) pero que, en justicia, habría que atribuir a ellos; asimismo, se sabe que, mediante un método que no por ser simple deja de ser avanzadísimo, eran capaces de trazar inmensos círculos casi perfectos.

De la existencia de éstos y otros enigmáticos vestigios, algunos autores han inferido que algunas de las culturas históricas posteriores, como la sumeria y la egipcia en el Viejo Mundo, y la maya y la azteca en el Nuevo, estaban en sus respectivas épocas de florecimiento, y tras la desaparición de alguna civilización tecnológica de la que ya nada se conoce, descendiendo y no subiendo la escalera de la civilización en el mundo. Noción que se ha visto reforzada por el descubrimiento de ciertos documentos —incluyendo el célebre mapa de Piri-Reis, que muestra características de hace 12,000 – 13,000 años, con la costa de la Antártida libre de hielo, y ríos y montañas en la tierra de la Reina Maud, así como el nivel del océano más bajo que en la actualidad; el mapa de Zenón, que muestra a Groenlandia libre de hielo, tal como lo estaba hace 14,000 años; el de Hadji Hamed, en el que se ve el puente de tierra de la Era glacial entre Alaska y Siberia; el de Finaens, que muestra el mar de Ross tal como era hace 6,000 años, etc.— así como por las referencias a remotos cataclismos que al extinguir pueblos enteros, incluso civilizaciones, habrían causado un retroceso en la cultura hasta diversos grados de barbarie. Tal sería el caso, por ejemplo, del Diluvio bíblico, que habría que situar entre el 8000 y el 10000 a.C., y el de la destrucción de Sodoma y Gomorra, que se supone ocurrió alrededor del 3000 a.C., para no mencionar sino dos de los ejemplos más conocidos y capaces de crear condiciones como las descritas. Luego se habría producido un lento y penoso progreso material de la humanidad hacia la actual civilización, la cual ya no recuerda nada de aquélla, y cuyo ocaso e inminente desaparición predicen a su vez muchos estudiosos actualmente.

Saturday, July 12, 2008

El conocimiento antiguo en el Viejo Mundo

Contra la habitual objeción de que las sociedades antiguas poseían apenas un conocimiento técnico rudimentario, existe evidencia creciente de que en realidad tenían capacidades tan avanzadas en matemáticas y astronomía que sólo recientemente, tras largos y oscuros milenios, han sido igualados o mejorados.

Tal es el caso, por ejemplo, de la India, que estaba tan adelantada en sus conocimientos de astronomía que llegó a convertirse en la meta de los buscadores de sabiduría. Un antiquísimo jyotisha, el Brahma-gupta, trata, entre otros, temas como el movimiento de los planetas alrededor del Sol, la oblicuidad de la eclíptica, la forma esférica de la Tierra, la luz reflejada de la Luna, la revolución de la Tierra en torno a su eje, la presencia de estrellas en la Vía Láctea, la ley de gravedad... todo lo cual no vería la luz en Europa sino a partir de Copérnico y Newton.

A su vez, el Surya-siddhanta nos informa que la Tierra, un globo que se desplaza por el espacio, tiene un diámetro cuya longitud equivale a 12,617 kilómetros actuales, un valor muy cercano al calculado en nuestros días.

Ahora bien, pese a la existencia de avanzadísimas concepciones sobre la dislocación espacio–temporal y sobre la actual expansión del Universo, los datos referentes al período de precesión de los equinoccios parecen haber sido disfrazados por medio de un peculiar lenguaje simbólico, aun cuando una cuidadosa inspección de ciertos textos —por ejemplo, el Bhagavata Purana 5, 21:4— nos permita discernir su duración en forma aproximada. Pero sea como fuere, ya he dicho que fue probablemente en la India donde Hiparco obtuvo su conocimiento de este fenómeno, del mismo modo que Aristarco de Samos recibió uno mucho menos sofisticado pero que escandalizó a sus contemporáneos, aunque fuera compartido por otros filósofos como Zenón de Elea, Anaxágoras y Demócrito: el de la esfericidad de la Tierra y su desplazamiento junto con los demás planetas alrededor del Sol.

En cuanto a Demócrito, lo más probable es que el origen de su famosa teoría atomística haya que buscarlo también en la India, en el “sistema filosófico” Vaisheshika del legendario sabio Kanada.

Pero mucho antes de que los mismos griegos surgieran a la historia, parece ser que en el antiguo Egipto se conocía todo esto, o poco menos. Un manuscrito de un tal Abdul Hassan Ma’sudi, conservado en la Biblioteca Bodleiana de Oxford, informa por ejemplo que «Surid, rey de Egipto antes del gran diluvio, hizo construir las pirámides y mandó a sus sacerdotes depositar en ellas los conocimientos de la ciencia y la sabiduría», y que «en la mayor se consignaran los datos relativos a las esferas y sus posiciones y ciclos, a fin de perpetuarlos».

En conexión con esto, es un hecho comprobado que la pirámide de Kéops contenía tanto el conocimiento del valor de pi —dado por la suma de sus cuatro lados dividida por el doble de su altura— como el del número áureo, 1.618 —obtenido mediante la división de la superficie de su base por la superficie lateral y la de ésta por la superficie total— además de muchos otros datos, como la distancia media al Sol, etc.

Además, en Egipto se predecían los eclipses y se desarrolló un calendario agrícola tan avanzado que anunciaba el momento exacto de las inundaciones del Nilo. Todo esto convirtió a este país, como a la India, en meta de los buscadores de conocimiento. Según Diógenes Laercio, fue allí donde los filósofos griegos Thales y Demócrito aprendieron geometría y astronomía, y por su parte Porfirio, en su Vida de Pitágoras, insiste en el origen egipcio de las ideas de Thales de Mileto y, por tanto, de Pitágoras. En cuanto a éste, parece ser que su famoso teorema era de uso común en Egipto ya en el 2500 a.C.

Sin embargo, fue con seguridad en Babilonia, según investigaciones recientes, donde dicho teorema se conoció no sólo en su utilización práctica sino en su formulación teórica por lo menos desde el 2000 a.C., y cabe aún la posibilidad de que este conocimiento se remonte a los antiguos sumerios, lo que de hecho lo situaría en épocas prehistóricas. Como sea, se dice que los babilonios inventaron el círculo dividido en 360 grados, aunque este “invento” parece haberse hecho en muchas partes y en épocas distintas. Lo que sí es seguro es que, al igual que los egipcios, los babilonios establecieron un calendario agrícola exacto que predecía no sólo las inundaciones sino también los eclipses, todo lo cual hizo de Babilonia, como de Egipto y la India, un gran centro irradiador de cultura.

Por lo que se refiere a la China, un solo ejemplo bastará para mostrar el grado de adelanto que alcanzó desde muy antiguo en el campo de la astronomía: Un manuscrito arcaico describe, en el peculiar estilo poético chino, un encuentro “inarmónico” entre el Sol y la Luna en Fang, una parte del cielo de la China que correspondería a cuatro estrellas de la constelación de Escorpión. Pues bien, cálculos efectuados por astrónomos contemporáneos han revelado que este eclipse ocurrió el 22 de octubre del año 2137 a.C., o sea hace más de 4,000 años… (Continuará.)

Thursday, July 03, 2008

La universalidad del conocimiento esotérico

Siguiendo los trabajos de algunos autores, ya he sugerido que las numerosas correspondencias y analogías entre diversas tradiciones en materia de edades y ciclos, así como la universalidad de ciertos conocimientos esotéricos, sólo pueden explicarse si se admite un origen común para ellos; y en otras entregas he revisado las innumerables coincidencias entre diferentes tradiciones, elementos todos ellos cuyo estudio, junto con el estudio de ciertas formas arquetípicas, podría ayudarnos a rastrear dicho origen.

Continuando con nuestro derrotero, que idealmente ha de llevarnos hasta el origen último de la doctrina, en esta entrega y en la próxima me ocuparé del otro gran esquema: el ciclo cuaternario, sensiblemente más frecuente y cuya índole es eminentemente temporal, aunque también presente correspondencias espaciales, fundamentalmente con los cuatro puntos cardinales. Omnipresente en nuestro estudio, la principal de sus características es su duración variable. Y es que se trata de un ciclo que aparece en todos los órdenes de existencia, desde la manifestación universal total hasta la de cualquier pueblo o civilización histórica, cada cual con su propia cronología y su propio punto de partida.

Uno de los ejemplos más conocidos entre estas últimas aplicaciones particulares es el famoso sueño interpretado por el profeta Daniel (2, 1 y ss), que él refiere a cuatro civilizaciones a las que identifica con las tradicionales edades de Oro, Plata, Bronce y Hierro (en realidad son cinco, pero la última es irrelevante). Sin embargo, sería posible encontrar muchos otros ejemplos por el estilo, en todos los cuales se tratará de ciclos de naturaleza descendente, en los que cada etapa es esencialmente peor que la anterior; si bien sólo la tradición hindú, la única que ha recibido intacto el conocimiento primordial desde el centro original, ha conservado el de la proporción en que decrecen las duraciones respectivas, sea cualquiera la duración total del ciclo en cuestión.

Este último hecho conlleva una muy importante conclusión adicional: a saber, si la duración del último período de la serie cuaternaria es, por definición, igual a una décima parte de la duración total, es obvio que dicho período puede subdividirse en otras cuatro edades que sigan la misma proporción (y, de hecho, no sólo el último período, sino cualquiera de los cuatro). Por ejemplo, si el Kali-yuga tiene realmente una duración efectiva de 5,184 años comunes, o un décimo de 51,840 años comunes, podemos suponer que a su vez consista, siempre siguiendo las correspondientes proporciones, en cuatro períodos cuyas duraciones respectivas serán aproximadamente 2,074, 1,555, 1,037 y 518 años. En otras palabras, hablamos de verdaderos ciclos dentro de ciclos, por lo que cabe referirse, digamos, al kali-yuga del actual Kali-yuga, es decir, la etapa más sombría de la actual Edad Sombría.

Naturalmente, esta es una hipótesis que debe demostrarse, y en los próximos capítulos dedicaré mi mayor esfuerzo a ello. Mientras tanto, haré frente a la objeción que usualmente se presenta con respecto a la doctrina en su conjunto: a saber, si no se tratará de simples especulaciones “numerológicas”, pues, ¿no eran los antiguos tan ignorantes que apenas si poseían algunos conocimientos técnicos rudimentarios?

Sin referirme todavía a la posibilidad de que en épocas remotas hayan desaparecido civilizaciones enteras sin dejar rastro alguno, trataré, en mi próxima entrega, de refutar dicha objeción: simplemente, demostraré que las antiguas culturas poseían, entre otros conocimientos científicos muy avanzados, uno muy preciso de la cronología y el cómputo del calendario, tal vez nacido del gusto por la observación grandiosa de los astros en el caso de las civilizaciones egipcia y babilónica, y, en particular entre los hindúes y los mayas, por la exacta medición de enormes transcursos de tiempo. Más aún, veremos que los antiguos poseían conocimientos tan avanzados en matemáticas y astronomía que sólo recientemente, tras largos milenios de oscuridad, han podido ser igualados o superados… y ello no siempre.

Thursday, June 26, 2008

La civilización primordial

Al emprender el presente estudio sobre las edades y ciclos cósmicos, partí del renovado interés de la moderna astrofísica por el comportamiento del tiempo, tema que abarca incontables disciplinas (principalmente la metafísica, pero también la filosofía, la religión, la arqueología, la astronomía, la geología, y muchas otras) y un misterio cuya solución, aun cuando sólo fuera parcial, podría ayudarnos a desentrañar la casi totalidad de los grandes enigmas que intrigan a la ciencia desde que ésta empezó a interesarse de nuevo por ellos.

Al respecto, un enigma que no pertenece al terreno de la astrofísica, pero que para mí es tan importante como los anteriores, es el hecho de que las antiguas civilizaciones estuvieran perfectamente al tanto de que el tiempo se desarrolla en forma circular. Lo cual nos plantea el primer y más importante problema relacionado con el tema: a saber, ¿cómo fueron capaces estas civilizaciones de conocer además, por ejemplo, la relatividad espacio-tiempo o la expansión actual del Universo, siendo así que la creencia general, sobre todo en los países “avanzados”, es que los antiguos eran gente ignorante y supersticiosa, y ello pese a que muchos otros datos históricos y científicos contenidos en antiguos tratados y escrituras religiosas han sido ampliamente corroborados por la propia ciencia?

En otro lugar he sugerido que las numerosas correspondencias y analogías entre tradiciones muy diversas, así como la universalidad de ciertos conocimientos esotéricos, pueden explicarse sólo si se admite un origen común a todos ellos; y en anteriores entregas he reseñado ampliamente las incontables coincidencias existentes en materia de edades y ciclos entre diferentes tradiciones, elementos todos ellos cuyo estudio, junto con el de ciertas formas arquetípicas universales, podría ayudarnos a rastrear tal origen.

Así, pues, con miras a este propósito, iniciaremos el estudio por el esquema de siete eras o “Mundos”, tierras que se manifiestan en forma sucesiva o cronológica pero que presentan una connotación que es a la vez, y principalmente, espacial. Lo cual se aprecia fácilmente en las correspondencias existentes, por ejemplo, con los siete dvipas o “continentes” (literalmente, “islas”) de la tradición hindú, regiones que se manifiestan consecutivamente sin que por ello dejen de existir las otras seis, las cuales permanecen, por decirlo así, en estado latente. (Una interesante analogía puede ayudarnos a aclarar este punto: dentro del ciclo de renovación celular del organismo humano, que en conjunto se desarrolla a lo largo de siete años, no todas las células nacen al comienzo de ese ciclo ni mueren al cabo de él sino que, principalmente debido a sus diversas duraciones, algunas lo hacen mientras otras esperan su turno para aparecer.)

También he señalado otra connotación muy importante: ésta con la estrella Polar, sugerida por la tradición islámica, que hace referencia a siete Qutbs o “Polos” que habrían regido siete cielos sucesivos. Es obvio que con ella se relaciona la tradición citada por el historiador Beroso —a quien me he referido en una entrega anterior— según la cual, varias generaciones antes del diluvio —que sería el mesopotámico, hacia el 4000 a.C. —, surgieron del mar siete seres de gran sabiduría, «animales dotados de razón», el primero de los cuales fue Oannes, el Noé babilónico, instructor del pueblo. El precedente más antiguo de esta tradición, que en realidad es 2,000 ó 4,000 años anterior, serían unos sellos cilíndricos asirios de entre 1000 y 800 a.C., posiblemente asociados a la constelación de la Osa Menor; con lo que parece que vamos llegando a alguna parte, pues estos mismos sabios se encuentran en Egipto: son los siete sabios de la diosa Mehurt, o Hetep-sekhus, que salieron del agua y, como halcones, subieron al cielo para presidir el saber y las letras junto a Toth, que cuenta las estrellas y mide y numera la Tierra. Ahora bien, Toth, o Hermes, es el «salvador de los conocimientos existentes hasta antes del cataclismo»; a veces se le identifica con Enoch, a quien se equipara a su vez con Tenoch, fundador de Tenochtitlán, deificado por su pueblo; y por otro lado, ambos, Enoch y Tenoch, se supone que fueron progenitores o pobladores de la Tierra, a semejanza de Brahma, Abraham, los distintos Manus, etc. En fin, se dice que los siete sabios egipcios representan a la Osa Mayor. Y por lo demás, se considera muy probable que las siete estrellas mencionadas al comienzo del Apocalipsis de San Juan (I, 16 y 20) representen igualmente a dicha constelación.

Permítaseme referirme ahora al “sapta-rksha” de la tradición hindú, término sánscrito que significa “siete osos”, aunque “rksha” significa también “estrella”, “luz”, y “sapta-rksha” podría traducirse entonces como “la morada de los siete rishis o sabios”, las siete “luces” por las cuales se transmitió al ciclo actual la sabiduría de los ciclos precedentes. Pues bien, el hecho de que dicho término ya no se aplicara luego a la Osa Mayor sino a las Pléyades, también siete, consideradas como divinidades por diversos pueblos —como por ejemplo los incas—, indica, según Guénon, que en determinada época la tradición fue transferida de una constelación polar a una zodiacal; y aquí tenemos otra clave que nos va acercando a la solución del problema. Pero en cualquier caso, está bastante claro que lo que se designa como los siete “Polos” o “Tierras” sucesivos son las siete estrellas de la Osa Mayor, a las que en determinada época la proyección del eje polar terrestre habría apuntado sucesivamente a medida que el período de precesión de los equinoccios progresaba en su curso circular, y con lo cual determinadas regiones de la Tierra, o dvipas, se habrían visto particularmente favorecidas. Un ejemplo nos ayudará a comprender mejor esto último: hace unos 13,000 años, la posición del Polo Norte celeste era ocupada por Vega, y lo mismo ocurrirá dentro de 13,000 años; en este momento dicha posición la ocupa Polaris, si bien en la actualidad, debido a la mayor inclinación del eje terrestre, el recorrido atraviesa las estrellas de la Osa Menor.

En mi próxima entrega me ocuparé de los ciclos cuaternarios y de otras pistas que —es de esperar— nos ayudarán a encontrar dónde estaba situada la civilización primordial. Sírvanse mantenerse en contacto.

Wednesday, May 28, 2008

Acerca del año 2012

Tal como he dicho en mi “Mensaje del Autor”, desde joven me sentí fascinado por la sabiduría oriental; más especialmente, me gustaba todo lo que tuviera que ver con la India. Esta fascinación creció cuando tuve la oportunidad de estudiar la doctrina de los ciclos cósmicos (y más adelante de escribir acerca de ella) con base en textos del Bhagavata Purana y otras fuentes.

Sin embargo, no fue sino hasta que decidí traducir mi libro “La rueda del tiempo” al inglés, y empezar a publicar fragmentos de esta traducción en Qassia y otros canales, que finalmente creí comprender cuál era la verdadera motivación tras mis estudios: Quería saber CUÁNDO terminaría el ciclo humano total en este planeta. Y, ¿ocurriría en el transcurso de mi vida?

No había curiosidad morbosa en ello. Contrariamente a lo que mucha gente pueda pensar, la doctrina de los ciclos cósmicos no es en absoluto pesimista. Si el énfasis se pone más en la Edad de Oro que está por venir que en las etapas finales de la actual Era de Kali, la doctrina es, con mucho, optimista. Y estamos hablando del fin de nuestro mundo, es decir de un orden de cosas, y no del fin del mundo. Después del fin del actual orden de cosas, de acuerdo con la doctrina, la Tierra conocerá una nueva Edad de Oro en la que todo volverá a ser como al comienzo del actual gran ciclo humano, cuando todos los seres vivían en perfecta y feliz armonía con los principios superiores.

Sea como fuere, hasta el momento he presentado fragmentos del libro que cubren la mitad de sus capítulos. Y ahora necesito hacer una pausa a fin de completar la traducción entera antes de mucho. Y aunque me espera una ardua tarea en un futuro próximo, trataré, mientras tanto, de publicar unos cuantos extractos más de ella.

Por otro lado, debo admitir que espero ganar algún dinero a partir de los beneficios del libro, aunque esto debe venir más adelante. Mientras tanto, la publicación de fragmentos del libro en otros canales y formatos, por ejemplo como “lenses” en Squidoo, debe producir asimismo algún ingreso. Lo cual, para mí, no es tampoco un motivo trivial.

Volviendo al “Año 2012”: aquellos que han seguido mi serie de entregas probablemente saben que la fecha final a la que he llegado es en algún momento entre 2010 y 2082, y que antes de que llegue el nuevo milenio (o la “Nueva Era”, o la “Edad de Oro”), es muy probable que haya un “comienzo del fin” inicial en o alrededor del 2000-2012, seguido de un postrer y más largo período de 72 años (la duración de un grado del período de precesión de los equinoccios). A propósito, los budistas tibetanos se refieren a este postrer período como “un período de tiempo sin tiempo”.

Un amigo me preguntó una vez cuándo esperaba que la actual era terminara y comenzase la nueva. Casi sin pensarlo, respondí: “Más o menos para el 2012”. Tal vez recordaba haber leído algo acerca del 2012 en algún libro o artículo que trata del calendario Maya o, quizá, del persa o el judío. Por entonces no sospechaba el interés explosivo que esta fecha pronto despertaría.

A continuación se presentan algunas citas interesantes sobre el año 2012 y el Calendario Maya provenientes de varias fuentes, principalmente Wikipedia (la traducción es mía).

http://www.armageddononline.org/Disaster-Prophecy/2012.html

Diciembre 21 — El calendario mesoamericano de Cuenta Larga, notablemente usado por la civilización Maya entre otras de la América Central precolombina, completa su décimo tercer ciclo b’ak’tun desde el punto mítico de partida (equivalente al 11 de agosto de 3114 a.C. en el calendario proléptico Gregoriano, de acuerdo con la “correlación GMT” JDN= 584283). La fecha b’ak’tun de Cuenta Larga de este punto de partida (13.0.0.0.0) se repite, por primera vez, en un lapso de aproximadamente 5,125 años solares. No está clara la importancia de esta terminación de período para los propios Mayas precolombinos, y hay una inscripción incompleta (Tortuguero estela 6) que registra esta fecha. También se encuentra tallada en los muros del Templo de las Inscripciones en Palenque, donde funciona como fecha de base a partir de la cual se calculan otras fechas. Se conjetura, sin embargo, que ésta puede representar en el sistema de creencias de los Mayas una transición entre el actual mundo de Creación y el próximo. El solsticio de diciembre para el 2012 también ocurre en este día.

También (Calendario Hindú):

http://2012wiki.com/index.php?title=Hindu_Calendar

En el “Brahma-Vaivarta Purana”, el Señor Krishna le dice a Ganga Devi que una Era Dorada vendrá en el Kali Yuga – una de las cuatro etapas de desarrollo que el mundo atraviesa como parte del ciclo de eras que se describen en las escrituras hindúes. El Señor Krishna predijo que esta Era Dorada se iniciará 5,000 años después del comienzo del Kali Yuga, and durará 10,000 años.

Y: El Calendario Maya coincide con el Calendario Hindú

Es interesante que en esta predicción de la emergencia de un nuevo mundo se profetice que aparecerá aproximadamente ¡en la misma fecha que los mayas predijeron que vendría! El calendario Maya se inició con el Quinto Gran Ciclo en 3114 a.C. y concluirá el 21 de diciembre del 2012 d.C.

El calendario del Kali Yuga hindú se inició el 18 de febrero del 3102 a.C. Hay una diferencia de apenas 12 años entre el comienzo del Kali Yuga de los hindúes y el comienzo del Quinto Gran Ciclo de los Mayas.

¡Es asombroso que ambos calendarios se iniciaran aproximadamente en la misma fecha hace más de 5,000 años, y que ambos calendarios predigan un mundo totalmente nuevo y/o una era dorada transcurridos aproximadamente 5,000 años de esos calendarios! Definitivamente estamos en presencia de algo con estas predicciones Mayas e hindúes para el 2012. Históricamente, éste es un hecho asombroso ya que estas dos culturas antiguas no tuvieron contacto alguno.

Tuesday, April 29, 2008

Más sobre “La rueda del tiempo”

Para cuando hube retirado de la circulación la última versión de “La rueda del tiempo”, habían comenzado a aparecer, principalmente en Internet, diversos artículos de “discípulos” de Guénon en los que se sostenía que:

(1) La duración del ciclo total de humanidad es 64,840 años, equivalente a cinco semiperíodos de precesión de los equinoccios (5 x 12,960 años); este cálculo lo había sugerido (pero sólo sugerido) Guénon en el estudio mencionado, lo mismo que el siguiente punto.

(2) El año 720 del Kali-yuga (que duraría 6,480 años, o un décimo de la cifra anterior) habría coincidido con el del comienzo de la era judía, tradicionalmente establecido en el 3761 a.C.; por consiguiente, siempre con base en otras tentadoras precisiones hechas por Guénon en diversos artículos, el Kali-yuga habría comenzado en el año 4481 antes de Cristo.

(3) Hecho el cálculo correspondiente (6480 - 4481), el fin del Kali-yuga (equivalente, en la práctica, al fin de nuestra civilización) ocurriría en el año 1999. Algunos incluso, recurriendo a cifras decimales, precisaban un poco más: la catástrofe, cualquiera que fuese la forma que adoptara, se produciría… ¡el 14 de noviembre de 1999!

Pues bien, en relación con la doctrina de los ciclos cósmicos, lo primero que hay que entender es que el término milenio no equivale, como pudiera pensarse, a mil años comunes, sino a una duración indefinida, generalmente referida a un gran ciclo cósmico cualquiera. Éste es un punto sobre el que nunca se insistirá bastante, y constituye un principio elemental que los mencionados autores parecían haber olvidado. Peor aún, no sólo evidenciaban que no habían podido desembarazarse del sentido literal del término sino, además, cierta proclividad a la histeria que suele apoderarse de las masas al aproximarse el fin de un ciclo cualquiera, para no mencionar uno tan preñado de amenazas como el que se nos venía encima.

En estos términos, el hecho de que el año 2000 llegara sin pena ni gloria —en otras palabras, sin que se produjese un desenlace fatal— no significó, ni mucho menos, que la validez de la doctrina de los ciclos quedara en entredicho. Muy al contrario, denotaba simplemente que fue tergiversada. Visto el hecho en retrospectiva, por otro lado, tampoco significaba que nuestro planeta hubiera quedado libre de los espantosos cataclismos que suelen acompañar el final de todo ciclo importante; pues obviamente dicho fin, de seguir la doctrina vigente, estaría aún por llegar.

Como fuese, seguro, como lo estaba, de que Guénon nunca hubiera aprobado tales excesos —aunque quedándome la duda de si sus “sugerencias” no habrían sido hechas adrede para que tales cálculos fracasaran—, me propuse realizar una tercera edición de "La rueda del tiempo" con la intención de aclarar, en la medida de lo posible, este particular, a la vez que subsanar cualquier carencia, precisar algunos puntos e, inclusive, mejorar la presentación general de las anteriores ediciones.

No ha sido, sin embargo, hasta hoy que he podido poner término a esta tarea. Y lo más notable ha sido el hecho, para mí curioso, de no haber tenido que modificar substancialmente las anteriores ediciones, fuera de corregir una o dos referencias equivocadas, añadir algunos datos y refinar un tanto la redacción y la sintaxis. Por otro lado, he dudado no poco sobre la conveniencia de mantener algunas secciones, como por ejemplo la descripción de Año Divino egipcio, que pudiera desviar la atención del tema principal; e incluso me sentí tentado a suprimir enteramente cierto capítulo que pudiera parecer poco convincente. Pero me disuadió el hecho de que, si bien tales secciones no son esenciales para la comprensión del tema, sí pueden leerse con provecho, sobre todo la última, que describe a grandes rasgos el Kali-yuga del ciclo humano actual —en la práctica, la historia de nuestra mal llamada civilización.

Ahora bien, se comprende que esta particular visión de la historia choque frontalmente con la de la mayoría de los lectores occidentales, quienes, salvo contadas excepciones, conocen muy poco de las doctrinas orientales. En tal sentido, es esencial entender el concepto de maha-yuga, el ciclo hindú de cuatro yugas o edades decrecientes cuyas duraciones son proporcionales a 4, 3, 2 y 1 y que es, de hecho, asimilable a cualquier ciclo temporal, pues otro punto fundamental de la doctrina es que existe una total correspondencia entre todos ellos; y luego detenerse en el concepto de Manvantara, éste sí referido al ciclo humano total y cuya duración debe calcularse en dos períodos de precesión de los equinoccios o un total de 51,840 años comunes. Dando un paso adelante, debe quedar claro que si los yugas suman proporcionalmente 10 (pues 4 + 3 + 2 + 1 = 10), la duración del Kali-yuga será la décima parte de ese total, es decir 5,184 años comunes.

Otro paso aún, consecuente con el anterior, nos hará comprender que las características del actual Kali-yuga, en virtud de las correspondencias a que me he referido, reflejan punto por punto, pero en forma más acusada, las del ciclo total de 51,840 años; ello, en la práctica, nos dará una imagen de este ciclo en pequeño incluyendo, también en pequeño pero con duraciones siempre proporcionales a la escala 4, 3, 2 y 1, la de sus cuatro yugas descendentes. El paso final consistirá en fijar la atención en el último de estos yugas, que podríamos denominar el kali-yuga del actual Kali-yuga: un período de poco más de quinientos años sumamente rico en acontecimientos históricos y en grandes logros materiales pero que lamentablemente, precisamente por el hecho de ser éstos sólo materiales, parecieran estar llevándonos al desastre en forma acelerada.

Pensando, pues, en los lectores occidentales, que tienden en su mayoría a confiar en un futuro cargado de brillantes promesas para la humanidad, me ha parecido conveniente comenzar este estudio repasando ciertos textos de la Biblia con los que pudieran estar más familiarizados y, partiendo de ese punto y de las increíbles coincidencias existentes entre dichos textos y otros textos sagrados de todo el mundo —coincidencias que extrañamente prefiguran los más recientes descubrimientos de la moderna astrofísica—, conducirlos a través de antiquísimos mitos universales como el de las Cuatro Edades del Hombre y el de las Siete Eras del Mundo para llegar, finalmente, a inquietantes conclusiones sobre el momento actual y sobre el futuro próximo de nuestro planeta, un punto culminante en el tiempo hacia el cual parecieran estar confluyendo, en forma amenazadora, ciclos cósmicos de orden y magnitud diversos.

Sunday, April 27, 2008

“La Rueda del Tiempo”

Cuando emprendí la primera versión de “La rueda del tiempo”, lo hice motivado por circunstancias muy especiales. Había llegado casualmente a mis manos el Tercer Canto del Bhagavata Purana, preciosa y monumental escritura hindú, y me maravilló leer que en épocas tan remotas los hindúes ya supieran que el universo está en expansión, así como que manejaran conceptos tan avanzados como el de la relatividad de espacio y tiempo, cosas éstas que los científicos modernos no vendrían a conocer plenamente sino a partir del siglo XX. Pero lo que me perturbaba eran las enormes duraciones mencionadas en relación con los ciclos cósmicos. Por ejemplo, el Kali-yuga o Edad Sombría, ciclo que claramente correspondía a la Edad de Hierro de la tradición grecorromana, se extendería a lo largo de 432,000 años terrestres, un décimo de un ciclo humano total de 4'320,000 años; y si su inicio fue en 3102 a.C., como lo consignan los textos astronómicos hindúes, su fin no llegaría sino hasta el año 429,000 d.C., fecha sin duda tranquilizadora en una época de enorme crisis global como la que vivimos pero que no se aviene, en absoluto, con los datos de otras tradiciones que anuncian un fin inminente para nuestra degenerada civilización.

La respuesta a esta inquietud mía vendría poco después, principalmente en la forma de un notable artículo de René Guénon: Algunas observaciones sobre la doctrina de los ciclos cósmicos, aparecido por primera vez en francés en 1937. Gracias a él me persuadí finalmente de que tales cifras son esencialmente simbólicas, como lo indica el hecho de que todas ellas sean múltiplos de nueve —lo cual las hace justamente circulares o cíclicas—, así como que deben asimilarse fundamentalmente al gran ciclo de precesión de los equinoccios, período determinante en el desarrollo de la humanidad y cuya duración tradicional, 25,920 años comunes, es también múltiplo de nueve. Cierto que al mismo tiempo concluí que tales duraciones podían, a la luz de los descubrimientos científicos más recientes, tomarse también en forma aproximadamente literal, algo que Guénon no podía saber en su época; pero de momento era más que suficiente. Luego, como por acto de magia, cayeron en mis manos otros escritos, algunos muy importantes y otros que no lo eran tanto, los cuales me ayudaron a realizar el estudio preliminar y a publicar una primera edición en 1998. Este primer esfuerzo contenía algunos elementos que se han mantenido hasta hoy, siendo el principal mi propio cálculo del final del Kali-yuga, y por tanto del ciclo humano actual. Un elemento adicional fue la salvedad de que dicho fin pareciera haberse adelantado un grado de dicho período ó 72 años, fenómeno conocido en los textos como superposición de yugas.

Sin embargo, pronto advertí que esa primera versión no sólo contenía algunos errores históricos sino también citas erradas, por lo que traté de mejorarla mediante una segunda edición que apareció poco después y que estuvo circulando por algunos años hasta que, concluido su propio ciclo, decidí retirarla de la circulación.

Es esta la versión que actualmente estoy traduciendo al inglés —la cual debe de estar terminada para fines de agosto del presente año— y tratando de mejorar. Pero esta historia no termina aquí e, incluso a riesgo de aburrir a los lectores, estaré de vuelta con más —mucho más— muy pronto.
Luis Miguel Goitizolo

Saturday, April 26, 2008

Los Números Circulares

En mi última entrega estuve hablando sobre la imposibilidad de que la reiteración de números con respecto a ciclos cósmicos se deba únicamente al hecho de que todos son cíclicos o “circulares” y, por tanto, fácilmente divisibles entre sí, ya que las coincidencias son demasiado numerosas como para que sean solamente producto de la casualidad, sobre todo cuando proceden de lugares y tradiciones tan distantes unos de otros. Obviamente hay algo más, tal vez el deseo de llamar la atención, aunque en forma velada, hacia un hecho misterioso y trascendente que permitiría penetrar la esencia misma del mecanismo de los ciclos y, con ello, anticipar en muchos casos sus fechas de inicio y de término.

Por ejemplo, de acuerdo con ciertas fuentes, el hundimiento de la Atlántida habría tenido lugar 7,200 años antes del año 720 del actual Kali-yuga, lo que correspondería, si consideramos el 3102 a.C. como su fecha de inicio, al 9582 a.C. Pues bien, esta fecha es perfectamente verosímil pese a ser producto de cifras obviamente simbólicas, es decir, basadas en 72 – que es, como sabemos, la pieza clave en el contexto de un tiempo circular. Realmente, habría que estar ciego para ver en este hecho sólo un fruto del azar.

Otro ciclo que separaría dos destrucciones consecutivas de la Tierra es el calculado por Aristarco de Samos (310–230 a.C.), siglos después de Heráclito, en 2,484 años, cifra también circular pero considerablemente menor que las anteriores. Y aquí podemos ver otra clave: cuanto más moderno es el cálculo, menor el período calculado. Avala esta hipótesis un hecho curioso, relatado por el historiador Herodoto (c.480 – c.420 a.C.): los sacerdotes tebanos le habrían mostrado 341 figuras colosales, cada una de las cuales representaba una generación de sacerdotes desde 11,340 años atrás, período también “circular” pero mucho más próximo al “gran año” de 12,960 años comunes.

No sorprendentemente, pues, también en la Biblia, en cuyos primeros capítulos se relatan las dos catástrofes probablemente más conocidas y emblemáticas del mundo: el Diluvio y la conflagración que destruyó a Sodoma y Gomorra, hay alusiones a períodos “circulares” de extensión al parecer breve. Por ejemplo, en el Nuevo Testamento (Apocalipsis 11:3, 12:6) se menciona un misterioso lapso de 1,260 “días”, y las enigmáticas referencias a “un tiempo, dos tiempos, y la mitad de un tiempo” en Daniel 12:11, 12 y en Apocalipsis 12:14 obviamente aluden al mismo período si, como sin duda es el caso, cada “tiempo” consta de 360 “días”. Por lo demás, en Daniel 12:11, 12 se mencionan dos períodos igualmente enigmáticos: 1,290 y 1,335 “días”, números cuyos dígitos, si bien no suman nueve, sí suman tres, lo que los hace también circulares.

Sin embargo, es en los grandes ciclos donde tal vez se encuentren las correspondencias más significativas con la tradición hindú. Por ejemplo, se sabe que en la Biblioteca de Alejandría había una Historia del Mundo escrita por el sacerdote caldeo Beroso (h. 250 a.C.), en tres volúmenes, el primero de los cuales abarcaba un período de 432,000 años desde la Creación hasta el Diluvio —exactamente un décimo del maha-yuga hindú—. Y una coincidencia impresionante: según las leyendas escandinavas, 432,000 era el número de guerreros estacionados en Asgard, la morada de los dioses.

Correspondencias similares pueden encontrarse al otro lado del mundo, entre los antiguos mayas. Por ejemplo, en Tikal, en la actual Guatemala, hay una estela —la número 10— que registra un período de 5'040,000 años, número circular que dividido por diez es el de Manus en una manifestación universal total. Por lo que se refiere al calendario sacerdotal, además de los tunes o años de 360 días, compuestos de 18 uinales o meses de 20 días, los mayas contaban por katunes (7,200 días), baktunes (144,000 días), etc., todos ellos números circulares y “sagrados” cuya importancia he enfatizado repetidamente —si exceptuamos el número 144,000, que incidentalmente es el número de santos ascendidos al cielo de Apocalipsis 7,7.

En cuanto a los Xiumolpili, o períodos de 52 años usados por los aztecas para el cómputo de las cuatro edades o “soles” mediante su multiplicación por ciertos factores (al parecer 13, 7, 6 y 13, aun cuando, confirmando la tendencia apuntada anteriormente, en las versiones más antiguas los factores son mayores), se cree que se originaron con los olmecas, que habrían descubierto que los calendarios solar, sagrado y venusino coincidían cada 37,960 días, equivalentes a 104 años (o dos veces 52). De hecho, aunque estos ciclos eran tan importantes que, según se cree, les exigían la remodelación de todas sus estructuras sagradas a su comienzo o término, se trata en cualquier caso de una anomalía —la excepción que confirma la regla. Sin embargo, hay una correspondencia interesante con las grandes celebraciones que hasta hoy realizan, cada 52 años, los “dogones” de Mali, en Africa, ritos destinados según ellos a “regenerar el mundo” y que al parecer corresponderían al ciclo que realiza Sirio “B”, una enana blanca, alrededor de Sirio. Pero al margen de estas probables conexiones, puede advertirse aquí que 52 es cuatro veces 13, siendo 13, según los entendidos —y a diferencia de lo que ocurre en el resto del mundo, donde es de especial mal agüero— un número particularmente auspicioso en todo el mundo maya. Sin embargo, lo que a nuestro parecer vincula definitivamente este sistema “anómalo” con el circular “ortodoxo” es el hecho de que al cabo de 52 años del calendario sacerdotal de 360 días, habrían transcurrido exactamente 72 años del calendario “mágico” de 260 días, o sea un total de 18,720 días: número circular por antonomasia, ya que se compone de 18 y 72.

Y con esto pondré fin a esta breve panorámica, en el curso de la cual hemos podido entrever, a través de la maraña de datos y cifras presentados, una especie de trama de Cuatro Edades del mundo, de duraciones variables según las distintas tradiciones pero siempre circulares, entretejidas en la urdimbre de un esquema más general de Siete Eras de la humanidad, a su vez relacionado de algún modo con el fenómeno de precesión de los equinoccios. En medio de todo ello, hemos atisbado el tercer y más espectacular elemento del problema: las terribles catástrofes al comienzo o término de cada ciclo, de las que la más emblemática es sin duda el Diluvio que suele separar una Era de otra, y que constituye un tema favorito y especialmente recurrente en los mitos y leyendas de todo el mundo. En los próximos capítulos intentaré recapitular toda la información proporcionada y extraer, en la medida de lo posible, conclusiones que nos permitan una visión más profunda y a la vez más amplia del problema en su totalidad.

Tuesday, April 22, 2008

Algunos símbolos universales

Hasta aquí, hemos pasado revista a una serie de símbolos y tradiciones universales en que los números cuatro y siete tienen un papel preponderante.

Otro símbolo común a todas las culturas y civilizaciones del mundo es el “Huevo Cósmico”, que en cuanto imagen de la disolución y el renacimiento incesantes del Universo tiene estrecha correspondencia con el “mito” del Ave Fénix y que encontramos, igualmente, en civilizaciones que van de la hindú a la china —donde se presenta en la forma del mito de Pan-ku—, en la egipcia e, incluso, en la inca: se sabe, por ejemplo, que en la pared principal del templo de Ccoricancha, en el Cusco, había una representación del Huevo Cósmico que fue luego reemplazada por la imagen del Sol que conocieron los españoles.

Pero con esto nos estamos apartando un tanto de las versiones del esquema de cuatro edades, de las que tal vez las más típicas sean las versiones centroamericanas conservadas en libros sagrados como el Popol Vuh y el “Manuscrito Quiché”, donde aquéllas, como anteriormente, son llamadas uniformemente “soles”, aunque en este caso se trate de cuatro y no de siete. Los aztecas, por ejemplo, que al parecer recogieron estas tradiciones de los teotihuacanos, quienes a su vez las habrían recibido de los olmecas, distinguían cuatro “soles” que terminaron en otras tantas destrucciones del mundo: la primera por jaguares que devoraron a los hombres (otra versión dice que por el “dios de la Noche”), que por entonces eran gigantes; la segunda por huracanes, la tercera por una lluvia de fuego (o por el “dios del Fuego”), y la cuarta por un gran diluvio. Aunque con ligeras variantes, sobre todo en el orden de los “soles”, esta tradición estaba difundida por todo el mundo maya; y hay, además, un hecho significativo: las cuatro destrucciones se identifican en todos los casos con los cuatro elementos tradicionales.

También los incas, más al sur, creían que el tiempo se desarrolla por ciclos y que cada cierto número de años el universo estaba amenazado por grandes desgracias, tiempos de trastornos llamados “Pachacuti”. Cronistas de la conquista de América, como Fray Buenaventura Salinas, transmiten la tradición de las cuatro edades anteriores al imperio de los incas. La última habría durado 3,600 años, cifra circular por excelencia que dividida por diez es el número de grados del círculo y el de días del año sacerdotal: 360, un número especialmente sagrado para las tradiciones de todo el mundo.

Y con esto entramos en el terreno de las duraciones, que significativamente no sólo son uniformemente circulares sino que incluso muestran coincidencias asombrosas entre sí.

Particularmente sugestivas son las que giran alrededor del “gran año” de 12,960 años comunes, la mitad del Año Zodiacal. Según el autor latino Censorino (s. III d.C.), compilador de Varrón, en este “gran año”, también llamado “año platónico” y “año supremo de Aristóteles”, hay un gran invierno o kataklysmos (que significa “diluvio”) y un gran verano o ekpyrosis (que significa “combustión del mundo”). Ahora bien, en algún momento de la historia, este “gran año” fue redondeado por persas y caldeos en 12,000 años, lapso que para los primeros pasó a constituir la totalidad del tiempo. (Para los persas actuales, el año 2000 fue el 11,630 de ese tiempo.) Y no es improbable que los judíos, en contacto con estas culturas, tomaran este “gran año” y lo dividieran por dos, por motivos religiosos, para establecer a su vez su “duración total del mundo” en 6,000 años.

En conexión con esto, sin embargo, de acuerdo con la tradición rabínica ya mencionada, cada una de las Siete Eras del mundo tendría una duración de 1,656 años, cifra circular que multiplicada por siete da un total más cercano a los 12,000 que a los 6,000 años: 11,952 años.

Además del “gran año” de 12,960 años comunes se conocen otros ciclos “griegos”, igualmente vinculados a catástrofes globales, que hallan correspondencias sugestivas en la tradición hindú. Según el filósofo Heráclito de Efeso (540–475 a.C.), por ejemplo, el lapso entre dos grandes conflagraciones como la que habría sumergido a la Atlántida, miles de años antes de su época, es de 10,800 años, período “circular” que dividido por cien es 108 – un número que por su parte es objeto de especial veneración para hinduistas y budistas, como que es el número de Upanishads del canon hinduista y va antepuesto al nombre de los venerables acharyas o maestros de las grandes líneas discipulares, aparte de que es el número de figuras de piedra en las avenidas del templo de Angkor en Camboya, etc.; y cuya forma básica, 18, que como hemos visto en otro capítulo corresponde al número de respiraciones del ser humano en un minuto, es, entre muchas otras “coincidencias”, igual al número total de Puranas y al de capítulos del Bhagavad-gita. Cabe mencionar, en fin, que el número total de estrofas del Rig Veda es 10,800 y el de las del Bhagavata Purana 18,000, repartidas en doce “Cantos” o capítulos; y que, dentro del esoterismo judeo-cristiano, el número de capítulos del misterioso Libro de Enoch es, una vez más, 108.

Y en este punto conviene que hagamos una breve pausa, ya que resulta imposible que la reiteración de todos estos números se deba únicamente a que son cíclicos o “circulares” y, por tanto, fácilmente divisibles unos por otros; las coincidencias son abrumadoramente numerosas como para que sean sólo fruto de la “casualidad”, sobre todo cuando proceden de lugares y tradiciones tan distantes unos de otros. Sin embargo, una discusión de esta circunstancia requeriría demasiado espacio, por lo que tendrá que esperar un nuevo artículo.


Monday, April 21, 2008

Algunas variaciones en el número de edades

En mi anterior entrega vimos que la noción de siete edades o Eras es común en todo el mundo, lo que evidencia una casi absoluta concordancia en materia de ciclos cósmicos en la mayoría de las tradiciones.

Hay, empero, excepciones: Las Edda islandesas se refieren más bien a nueve edades, como los libros sibilinos (sólo que pretéritas), y lo mismo hacen las leyendas hawaianas y polinésicas. En cuanto a la tradición china, habla de diez kis, o edades, desde el comienzo del mundo hasta Confucio, y el Sing-li-ta-tsiuen-chou, una antigua enciclopedia que trata de la periodicidad de las convulsiones de la naturaleza, llama “gran año” al dilatado lapso entre cada una, aunque sin precisar su número; lo mismo ocurre con textos de Sse Ma-chien y de Mo-tzu, que aluden a grandes inundaciones y a largos períodos en que se alternan el orden y los cataclismos en la Tierra.

En cambio, otras tradiciones como la griega (derivada en parte de la hindú), la tibetana y particularmente las de Centro y Sudamérica, que tocaré más adelante, se ciñen en forma más estricta al esquema de cuatro edades.

Hemos visto, por ejemplo, que la tradición grecorromana habla de cuatro edades pretéritas del mundo, equivalentes a los cuatro yugas de la tradición hindú; y en la India misma, además del Bhagavata Purana y otros puranas, otros libros sagrados como el Ezour Vedam y el Bhaga Vedam aluden asimismo a cuatro edades pretéritas, aunque difieren en las duraciones de cada una. Asimismo, no es improbable que la tradición budista según la cual, de los mil Budas que aparecen en un kalpa hasta ahora se han manifestado sólo cuatro, se relacione con los cuatro yugas de que consta un maha-yuga y con los mil maha-yugas de que se compone un kalpa; en cuanto al Buda Maitreya, que aparecerá al final del ciclo para inaugurar un nuevo “milenio”, es claramente idéntico al avatara Kalki del hinduismo y a otros inauguradores del próximo “milenio”, como el “Cristo de Gloria” del cristianismo y el Mesías del judaísmo, e incluso el Mahdi, “el bien guiado”, del islamismo. Y otra notable coincidencia: tanto el avatara Kalki como el Cristo de Gloria de Apocalipsis 19:20 ss, se han de presentar montados en un caballo blanco.

Por otro lado, el esquema cuaternario guarda estrecha relación con ciertas formas arquetípicas universales que, aunque enormemente alejadas unas de otras en el tiempo y en el espacio, no varían en lo que tienen de más esencial.

Por ejemplo, según los indios Hopis, desde la llegada del hombre blanco a Norteamérica nos hallamos en un quinto y último “Mundo”, peor que los cuatro anteriores, el cual se agravará por el abandono de los cuatro “guardianes cósmicos” que velan por la conservación de las columnas que sostienen el universo. Por su parte, los mayas creían en los cuatro bacabs —los cuales cumplían igual función—, en todo semejantes al Atlas de los griegos, que lo copiaron a su vez de los orientales. (En realidad, Atlas sostiene la bóveda celeste, y no nuestro planeta.) A su vez, los egipcios recibieron de los sumerios la tradición de cuatro gigantes que soportaban el techo del cielo, y que se identificaban con cuatro grandes montañas (una era el monte Ida en Grecia, y otra estaba en la cordillera del Atlas en Marruecos). También en la China existía esta tradición: cuatro guardianes cuidan al mundo, rodeando un quinto elemento (identificado con el emperador); cuando Kung-kung, un espíritu maligno, quebró con la cabeza una de las columnas, aprovechando un descuido del guardián, se desplomó el agua del cielo, causando un tremendo diluvio. Los escandinavos, en fin, creían asimismo en cuatro guardianes, identificados por su parte con la svástika, otro símbolo universal (si bien hoy de ingrata connotación por culpa del nazismo), que es la misma de los indostanos y los griegos y que el Ollin de los aztecas, quienes lo tomaron a su vez de los toltecas; y aquí tenemos otra forma arquetípica que se extiende en forma prácticamente idéntica por todo el mundo…

Volveré con más muy pronto.

Saturday, April 19, 2008

La doctrina universal

«¿Y qué nos dice la historia natural? La destrucción de las cosas terrenales, no de todas sino de un número muy grande, la atribuye a dos causas principales: las tremendas embestidas del agua y del fuego. Estos dos castigos del cielo, se nos dice, descienden por turno tras ciclos muy largos de años.» (Filón, De la eternidad del mundo, Vol. XVII [147])

***

La noción de las edades terminadas por violentos cataclismos es común a las culturas tradicionales de todo el mundo, desde las más primitivas hasta las que alcanzaron un elevado nivel de civilización. Puede que difieran en número, en duración y en las características de las catástrofes evocadas, pero al mismo tiempo las coincidencias son en extremo significativas: en la mayoría de los casos, como veremos, las edades son cuatro o siete, sus duraciones son “circulares”, y los desastres que les ponen fin son por lo general diluvios y conflagraciones que sobrevienen en forma alternada y son atribuidos a influencias planetarias.

Así, por ejemplo, según el erudito latino Varrón (116 a.C. – 27 a.C.), los anales etruscos registraban siete edades pretéritas cuyos finales respectivos habían sido anunciados a los hombres por diversos prodigios celestes. Por su parte, el “Bhaman Yast”, uno de los libros del Avesta, habla de siete edades del mundo o “milenios”; según Zoroastro, el profeta del mazdeísmo, al final de cada una se manifiestan señales, prodigios y gran confusión en el mundo. Un texto budista, el Visuddhi-Magga, en su capítulo “Ciclos del Mundo”, dice que hay siete edades separadas por catástrofes globales de tres clases —por agua, fuego y viento— al final de las cuales aparece un nuevo sol; después del séptimo sol, el mundo estalla en llamas.

Curiosamente, esta noción de siete “soles” aparece también en los libros sibilinos, donde se dice que ahora estamos en el séptimo sol (aunque se profetizan otros dos por venir), en los Anales de Cuauhtitlán mexicanos, escritos en lengua náhuatl hacia 1570 y basados en fuentes arcaicas, que aluden igualmente a siete épocas o “soles” (“Chicon-Tonatiuh”), y entre los aborígenes de Borneo del Norte, quienes aseguran que habiendo perecido los seis anteriores, el actual es el séptimo sol en iluminar el mundo.

Al otro lado del mundo, en Norteamérica, las leyendas de los indios Hopis, que al parecer sabían desde muy antiguo que la Tierra gira en torno de su eje, hablan en cambio de cuatro edades o “mundos”. Habiendo sucumbido los tres anteriores al fuego, la nieve y el agua, el actual sería el cuarto mundo (otra versión dice que el quinto), que quedará a su vez consumado cuando la Tierra se tambalee sobre su eje al precipitarse hacia ella una gran estrella azul, llamada “Sasquasohum”. Al parecer, sin embargo, la humanidad deberá recorrer en total siete mundos.

El esquema de siete edades o eras predomina también en las misteriosas leyendas caldeas sobre siete “reyes de reyes”, el último de los cuales, Xisuthros, salva a los suyos del gran diluvio; en los siete Manus de la tradición hindú, en que también el último, Satyavrata, con el nombre de Vaivasvata, salva del diluvio a unos cuantos elegidos; y en los siete “reyes de Edom” de la cábala hebraica, que como los anteriores rigen por turno siete “Tierras”, las cuales pueden entenderse tanto en sentido temporal como espacial. Siete “Tierras” aparecen también en el esoterismo islámico, en este caso regidas por siete “Polos” (en presumible alusión al fenómeno de precesión de los equinoccios), referencia que también figura entre los antiguos egipcios, que al parecer registraron siete estrellas polares sucesivas; y por su parte la tradición rabínica, que cristalizó en el período posterior al Exilio hebreo, afirma que ha habido seis recreaciones sucesivas de la Tierra, tras otras tantas catástrofes globales; en la cuarta Tierra vivió la generación de la Torre de Babel, y ahora estamos en la séptima. De acuerdo con Filón, el filósofo judío nacido hacia el 20 a.C., algunas perecieron por diluvios, otras por conflagraciones.

Por otra parte, en evidente correspondencia con los siete “días” de la Creación bíblica, hemos visto en otra parte que la tradición hermética se refiere a siete “días creadores” de 25,920 años cada uno —la duración de un período precesional.

Como se puede apreciar, la noción de siete edades o eras es común en todo el mundo, lo que pone de manifiesto una casi absoluta concordancia entre la mayoría de las tradiciones. Hay, empero, excepciones que veremos en detalle en otro momento.

Tuesday, April 15, 2008

Más sobre el Kali Yuga

Las preguntas acerca del Kali-yuga que estaban pendientes de solución son, pues, las siguientes: ¿Realmente estamos en el Kali–yuga, la Era de oscuridad y riña? De ser así, ¿en qué etapa de él? Y, ¿es posible que lo estemos desde hace tanto tiempo (casi 4,320 años)?

Intentaré responder las tres en este artículo.

En realidad, la respuesta a cada pregunta dependerá del punto de vista que se adopte. Se trata de enfoques diametralmente opuestos de un vasto problema que además implica, dado el extenso período involucrado —prácticamente toda la historia de la civilización— preguntas adicionales como: ¿Fueron los griegos y los romanos realmente más grandes que los egipcios, constructores de inmensas pirámides y de templos grandiosos varios miles de años antes de que los griegos hicieran su aparición en el mundo? Entre los mismos griegos, ¿fueron los contemporáneos de Sócrates, Platón y Aristóteles más sabios que los de Pitágoras, Heráclito y Tales? Dando un salto en la historia, ¿fue la Edad Media europea realmente inferior al Renacimiento, y en qué sentido? ¿Qué decir, por ejemplo, del imperio de Carlomagno, de las primeras iglesias románicas y del arte gótico, un arte por entero original y no una imitación del arte clásico, como lo fue el del mal llamado Renacimiento?

En fin, ¿es realmente la época actual una era de enorme progreso, como nos la pintan los tecnócratas, o más bien un avance hacia el abismo en todos los órdenes?

Como se sabe, la India es hoy tal vez el único país del mundo donde se conservan casi íntegros los valores espirituales tradicionales, y nada más natural que, desde una perspectiva eminentemente espiritual, los hindúes tradicionalistas vean el conjunto de los últimos 5,000 años de historia como un proceso de deterioro gradual en todos los órdenes y condiciones de vida, proceso en el que la atmósfera nefasta del Kali-yuga ha terminado por invadirlo todo y el materialismo, real o disfrazado, ha sentado sus reales en el mundo. Ello se debe, en particular, a que no existiendo ya un sacerdocio calificado, la administración de la sociedad ha pasado a manos de personas de las clases más bajas, cuya única motivación es el lucro personal. Producto de ello es que exista una ansiedad creciente en las mentes de los hombres, cada vez más impacientes, codiciosos y violentos, y una degradación cada vez mayor de las costumbres que se traduce, a la postre, en la desintegración de la familia y en una conducta sexual desordenada, cuya consecuencia inevitable es que una gran cantidad de la población del mundo sea hoy “no deseada”, esto es, nacida de uniones ilícitas, incluidas violaciones, o simplemente “por accidente”. Por si fuera poco, se percibe un empeoramiento cada vez mayor en la calidad de todas las cosas, inclusive de los alimentos, y aparecen enfermedades terribles, desconocidas en otros tiempos, originadas en el aumento de las necesidades artificiales y en la proliferación de los vicios más perniciosos. Se trata en suma, para los hindúes que no han sido seducidos por el falso brillo del progreso occidental, de una era atea, violenta y degradada, en la que casi no existe la bondad (según el Varaha Purana, “en ella nacen seres demoníacos”), una era que sólo puede desembocar en un cataclismo final.

Por lo demás, tales síntomas no han dejado de ser advertidos por algunos estudiosos occidentales de renombre, entre los cuales Oswald Spengler, el famoso autor de La decadencia de occidente, y Alexis Carrel, autor de la célebre y controversial La incógnita del hombre; pero sobre todo por René Guénon, para quien se trata, en esencia, de un proceso cuya causa última reside simplemente en el alejamiento cada vez mayor del principio de que toda manifestación procede, situación que se ha vuelto irreversible y que se caracteriza fundamentalmente por la secularización y materialización progresivas del mundo —o, lo que es lo mismo, por un oscurecimiento gradual de la espiritualidad primordial. Lo cual fatalmente conduce a una inversión total de los valores universales, inversión cada vez mayor a medida que se acerca el final del ciclo y que es alimentada por la falacia de las ideas de evolución y progreso continuos. De hecho, Guénon distingue una quinta etapa cíclica dentro del Kali-yuga, a la que denomina “edad de la creciente corrupción”, la cual entraña el riesgo de aniquilación total de la humanidad. Ahora estaríamos propiamente en la temible época anunciada por los libros sagrados de la India, en que «las castas estarán mezcladas, en que la misma familia ya no existirá». El desorden y la confusión imperan en todos los órdenes, y han llegado a un punto que supera con mucho todo lo que se había visto anteriormente; una detención ya no sería posible, pues según todas las indicaciones proporcionadas por las doctrinas tradicionales, hemos entrado en verdad en la fase final del Kali-yuga, «el período más sombrío de la Edad Sombría».

Es asombroso que este certero diagnóstico de la época fuera formulado hace más de tres cuartos de siglo, en un tiempo en que numerosas voces profetizaban un progreso científico y técnico que “muy pronto pondría fin a todos los males del mundo”, un progreso que traería una “felicidad ilimitada” a la humanidad. Pues bien, desde entonces sólo se han sucedido guerras atroces, ha surgido la amenaza de devastación nuclear, han aparecido enfermedades jamás vistas, y la descomposición moral, social y política ha alcanzado niveles extremos en todo el mundo, a tal punto que la sociedad entera parece derivar inevitablemente hacia la anarquía. La violencia se ha vuelto común en un grado inusitado, sobre todo en las grandes ciudades, que nadan literalmente en las drogas y la pornografía y en las que se presenta en modalidades atroces, como el terrorismo urbano. De hecho, no hay más que abrir los diarios para aterrarse ante la profusión de noticias sobre matanzas religiosas y raciales y sobre actos de terrorismo increíblemente crueles; y, por otro lado, para espantarse ante el deterioro progresivo del ambiente, cada vez más acelerado, la contaminación creciente de ríos, mares y lagos, la extinción de bosques y de especies animales enteras por la mano del hombre, y nuevos y cada vez más frecuentes desastres naturales, los cuales, causados básicamente por el calentamiento gradual del planeta (provocado a su vez por el auge desmedido de la actividad industrial) incluyen la desertificación progresiva de la Tierra, el desgaste de la atmósfera, sequías, inundaciones, terremotos y cataclismos que cobran millones de víctimas todos los años... ¿para qué continuar? Ciertamente, todo hace presagiar que nos encontramos en las postrimerías del ciclo actual y que el fin de nuestra civilización, tal como la conocemos, estaría muy próximo, a despecho de lo que puedan opinar los creyentes en un “futuro de progreso material y moral” de la humanidad.

Admitido esto, sólo queda ver cómo sería tal fin.

Según el Bhagavata Purana (3, 11:29 ss), al final del “milenio” la devastación se produce, en una primera fase, por el «fuego que emana de la boca de Sankarsana», haciendo estragos en los “tres mundos inferiores” durante cien años de los semidioses (36,000 años humanos); esta versión coincide punto por punto con la tradición nórdica según la cual, en el momento de la destrucción del mundo (el ragnarok), de la boca de Surt, “el Negro”, emanan llamas devastadoras. (Naturalmente, las alusiones al fuego pueden referirse a grandes erupciones volcánicas o a los cada vez más frecuentes y devastadores incendios forestales que se producen actualmente en todo el mundo.) Luego, durante otros 36,000 años, hay vientos huracanados y lluvias torrenciales, acompañados de olas violentas que hacen desbordarse los mares, devastación que, en opinión de los estudiosos de las escrituras hindúes, ocurre al final del período de cada Manu. Por cierto que en el nivel humano, las cifras mencionadas deben considerarse simbólicas; referidas al Manvantara tal como quedó definido en mi anterior artículo, los 72,000 años de devastación, que en el contexto corresponden a los 4,320 millones de años del Día de Brahma, es posible que equivalgan simplemente a 72 años, con lo que lo que hemos denominado “el comienzo del fin” se ubicaría alrededor del 2010 d.C., fecha límite que propusimos allí; e incluso si considerásemos en el cálculo otros factores que sería prolijo detallar, veríamos que dicho “comienzo” podría estarse ya dando, como lo hace temer el aumento sin precedentes en los trastornos climáticos que se observan en nuestros días —cuya manifestación más visible son los reiterados embates del fenómeno de El Niño— que estarían anunciando un inminente desastre de proporciones universales.

Monday, April 07, 2008

El Kali Yuga

Según el Bhagavata Purana (1, 14:1 ss), el advenimiento del actual Kali-yuga estuvo anunciado por diversas señales ominosas: las imágenes sagradas parecían llorar y lamentarse en los templos, el engaño y los malentendidos contaminaban las relaciones entre parientes, y por doquiera la gente se volvía cada vez más codiciosa y violenta. Por sobre todo ello, presidían graves trastornos en la regularidad de las estaciones.

Esto habría ocurrido poco antes del 3102 a.C., al final del Dvapara-yuga, o tercer yuga, del vigésimo octavo “milenio” del séptimo y actual Manu, Vaivasvata.

Confirmando la fecha de inicio, Aryabhata, célebre astrónomo hindú nacido en 476 d.C., escribe que él tenía veintitrés años de edad cuando habían transcurrido 3,600 años del actual Kali-yuga, lo que da 3,600 – 23 – 476 = 3101 a.C. La diferencia de un año se explicaría por el uso de un año “cero” en la conversión al calendario occidental.

Ahora bien, tal como se dijo en un artículo anterior (“Más sobre maha-yugas y kalpas”), el comienzo exacto, la medianoche del 18 de febrero del año 3102 a.C., estuvo presidido por una conjunción de los siete planetas tradicionales. Según los jyotisha-shastras, los textos de astronomía de los antiguos hindúes, esto es perfectamente normal; el Surya-siddhanta, por ejemplo, que mide el tiempo en días desde el comienzo del Kali-yuga, presume que las posiciones de todos los planetas, en sus dos ciclos, están alineadas en el día “cero” en relación a la estrella Zeta-Piscium, la cual es usada por dichos shastras para medir las longitudes celestes. Tal conjunción habría presentado desviaciones mínimas y, por lo demás, se trataría de un fenómeno muy raro, pues entre esa fecha y nuestros días sólo se hallaron tres intervalos de diez años en que se hubiera producido un alineamiento tan exacto.

Aquí surge la pregunta: ¿por qué habría de señalarse el paso de una edad a otra por una conjunción como la descrita, si es el período de precesión de los equinoccios el factor determinante en la duración del ciclo humano? No es fácil dar una respuesta precisa; pero si consideramos que la circunferencia descrita por el eje polar de la Tierra no tiene un punto real de partida (pues éste, como en el año común, es más bien convencional), es posible que se requiera algún factor desencadenante, como los sínodos planetarios consistentes en el agrupamiento de todos los planetas a un lado del sol mientras la Tierra se encuentra en el otro (lo cual ocurre cada 180 años aproximadamente), lo que ocasione trastornos climáticos adicionales que precipiten el paso de un yuga a otro. Existe, al respecto, una conexión sugestiva con el hecho de que el fenómeno del Niño, que tan terribles trastornos ha causado en los últimos años, parece haberse iniciado alrededor del año 3100 a.C.; y cabe también recordar el concepto de “año perfecto”, tiempo que requieren los planetas para volver a alinearse en el punto de partida y que coincidiría con el “gran año” de 12,960 años comunes.

En conexión con el probable punto de partida del actual Kali-yuga, algunos autores han resaltado el hecho de que, en algún momento del siglo VI a.C., las doctrinas tradicionales experimentaron readaptaciones y reformulaciones diversas en varios lugares clave del mundo: en Grecia por Pitágoras, en la India por Buda, en Persia por Zaratustra, en la China por Confucio, etc., readaptaciones que, dada la universalidad del fenómeno, habrían sido una especie de preparación para el inicio de una nueva era. Hay que reconocer que esta fecha en torno al siglo VI a.C., aunque imprecisa, suena más verosímil como punto de partida que el 3102 a.C., que choca frontalmente con la creencia en el progreso ininterrumpido de la humanidad a partir del desarrollo de la agricultura y de la invención de la escritura. Pero a favor del 3102 a.C. puede aducirse, aparte de la insólita conjunción planetaria descrita, la singular coincidencia con el “año cero” del inicio de las civilizaciones maya y egipcia (en el 3113 a.C. la primera, alrededor del 3100 a.C. la segunda), sin duda significativa porque tal inicio coincide con el comienzo de la escritura en el mundo y parece tender, por lo mismo, un velo entre la historia propiamente dicha, la escrita, y la prehistoria, de la que casi nada se sabe con certeza absoluta. Por otra parte, se ha sugerido, sobre la base de cálculos astronómicos, que la gran epopeya Mahabharata se remontaría al 3100 a.C., pues sería en parte contemporánea del Satapatha Brahmana, donde se dice que las Krittikas (las Pléyades) «no tuercen desde el Este» —es decir, que se hallaban en el ecuador celeste. Añádanse a todo ello las persistentes alusiones, en tradiciones orales y escritas, a civilizaciones antiquísimas y espiritualmente más adelantadas que la nuestra, desaparecidas en medio de terribles cataclismos que borraron toda huella de su paso por el mundo, y el cuadro se hace más completo: de haber existido una o varias de estas civilizaciones antes de nuestra historia escrita, ello haría retroceder el peso específico de la historia en varios milenios y convertiría automáticamente el 3102 a.C. en una fecha comparativamente reciente.

Pero examinemos la cuestión obviamente central en nuestro estudio: ¿Estamos realmente en el Kali-yuga, la era de oscuridad, confusión y riña? De ser así, ¿en qué etapa de él? Y, ¿es posible que lo estemos desde hace tanto tiempo?

En mi próximo artículo trataré de dar respuesta a estos interrogantes. Les agradeceré mantenerse conectados.

Saturday, April 05, 2008

El Manvantara

Quisiera hablar un poco más acerca del Manvantara, esa antiquísima medida hindú del tiempo, y de cómo puede ayudarnos a averiguar la duración real (y no simbólica) del actual ciclo humano. Para tal fin, una rápida mirada a mis tres artículos anteriores puede ayudar a una más fácil comprensión de lo que sigue.

Consideremos pues el Manvantara, en cuanto ciclo terrenal estrictamente humano regido por un particular Manu, como una imagen en pequeño del maha-yuga de 4'320,000 años comunes. Sin importar los ceros que completan el número, la duración simbólica del Manvantara será entonces equivalente a 4320 y, siguiendo siempre la relación 4 + 3 + 2 + 1 = 10, las de los correspondientes yugas lo serán a 1728, 1296, 864 y 432 respectivamente, números todos ellos circulares —pues sus dígitos también suman nueve— y por lo tanto submúltiplos de 25,920, que es igualmente un número circular. Por otro lado, si adicionalmente consideramos que, en el orden cósmico, es justamente el período de precesión de los equinoccios el que más decisivamente influye en la duración del ciclo humano, será lícito suponer que dicha duración comprenda un número entero de tales períodos. La cuestión que se plantea entonces es: ¿cuál puede ser ese número?

Una posible respuesta a dicha cuestión la ofrece René Guénon en su notable artículo Algunas observaciones sobre la doctrina de los ciclos cósmicos, aparecido por primera vez en francés en 1937. Considerando que más que el período precesional es su mitad, o “gran año” de 12,960 años comunes, el que, dada la particular importancia que reviste para tradiciones como la griega y la persa, constituye la base principal de las edades cíclicas, sugiere Guénon en dicho artículo que dicho número sea el cinco, sobre todo en virtud de su relación con la duración del reinado de Xisuthros (el Sisera de la Biblia, personaje manifiestamente idéntico a Vaivasvata, el Manu de la era actual), duración que los caldeos fijaban en 64,800 años comunes (5 x 12,960). En apoyo de esta tesis, aparte de que una duración de 64,800 años bien puede representar la antigüedad real de la presente humanidad terrena, Guénon señalaba correspondencias bastante verosímiles para el cinco, como los cinco bhutas o elementos del mundo sensible, etc.

Ahora bien, aunque este tipo de cálculos nunca haya sido alentado por la tradición, me permito disentir sobre el número de períodos. Pues si aceptáramos 64,800 años comunes como la duración total del actual Manvantara, la del Kali-yuga sería entonces 6,480 años, o un décimo de aquélla; y si nos atenemos al 3102 a.C. como su punto de partida, una simple resta (6,480 – 3,102) daría el año 3378 d.C. como fecha de término, fecha sin duda tranquilizadora en una época de enorme crisis global como la que vivimos (aunque no tanto como la señalada por el hinduismo ortodoxo, dentro de unos cuatrocientos veinte mil años), pero que no se aviene en absoluto con los datos de otras tradiciones que, como he mencionado en otra parte de este estudio, anuncian un fin inminente para nuestra degenerada civilización.

Es de advertir que todos estos cálculos están supeditados a admitir el año 3102 a.C. como fecha de inicio del actual Kali-yuga, lo cual, en realidad, y por más argumentos que se presenten en su favor, difícilmente será aceptado por muchos críticos. Aun así, aceptemos por un momento la fecha en cuestión y prosigamos con nuestra línea de especulación: Considerando que los yugas son cuatro y no cinco, ¿no sería más natural que la duración en cuestión comprenda cuatro períodos iguales, es decir, multiplicar 12,960 por cuatro? Después de todo, los argumentos a favor de cinco períodos no son concluyentes, pues los elementos propiamente materiales son sólo cuatro (dado que el quinto, el éter, es inmaterial). Y por otro lado, si empleamos como factor el cuatro —el número de las estaciones del año— la duración total del Manvantara vendría a ser 51,840 años (4 x 12,960), con lo que abarcaría dos períodos precesionales completos, asimilables al Día y la Noche. Por lo demás, siendo 4,320 un tercio de 12,960, las duraciones reales de cada yuga estarían dadas entonces por el producto de las duraciones simbólicas por doce, que es el número de los meses del año y de los signos del Zodíaco, con lo cual, en cierto modo, estaríamos convirtiendo las duraciones simbólicas —basadas en la escala lineal 4 + 3 + 2 + 1 = 10— en propiamente circulares, esto es, basadas en un ciclo de doce meses. En cualquier caso, la duración del Kali-yuga sería entonces 5,184 años (72 x 72), ya sea que dividamos 51,840 por diez o que multipliquemos 432 por doce; y así, mediante un cálculo similar al anterior (5,184 – 3,102), obtendríamos el año 2082 d.C. como punto final del presente ciclo humano, fecha que en verdad pareciera estar más de acuerdo que la anterior con el ominoso curso actual de los acontecimientos en el mundo y con los graves trastornos climáticos que se observan en nuestros días, trastornos que hacen temer un cambio profundo, global e irreversible… y tal vez no muy lejano.

Y aunque no quisiera mostrarme agorero, pues ciertamente soy consciente de que pronósticos como éste pueden hacer más mal que bien, no está de más insistir en que el final de un ciclo astronómico puede coincidir con el de otro e influir marcadamente en él, tal vez atrayéndolo incluso hacia sí, con lo que podría acortarse aún más el plazo para la presentación de acontecimientos límite.

Los tres grandes ciclos astronómicos

Anteriormente me he referido al agudo contraste entre el Año Zodiacal de 25,920 años comunes, que para la tradición hermética correspondería a un ciclo humano de cuatro edades, y la duración de 4'320,000 años que la tradición hindú atribuye por su parte al ciclo de cuatro yugas, cifra que a primera vista pareciera desmesurada y aun arbitraria pues, a diferencia de la primera, no está relacionada con ningún ciclo astronómico conocido. Sin embargo, ya he señalado que la clave residiría en considerar esta última cifra simbólicamente, al menos en lo que se refiere al ciclo propiamente humano —esto es, el de la humanidad más reciente, el Homo Sapiens Sapiens.

Teniendo esto en cuenta, en la presente entrega veré de conciliar ambos puntos de vista y establecer la duración real del ciclo humano así considerado enfocando, para ello, el problema desde un nuevo ángulo: el del llamado Manvantara, o “cambio” de Manu (“Padre de la Humanidad”), ciclo que no obstante ser fundamentalmente septenario y tener una duración que, deducida de los textos, sería de casi 72 maha-yugas —con lo que el problema pareciera agrandarse—, es para los entendidos, exceptuando a los que insisten en tomar estos datos literalmente, idéntico a lo que hemos descrito como un solo maha-yuga.

En efecto, la relación con la duración del ciclo humano es evidente: el término Manvantara significa más precisamente “el paso a una nueva humanidad”, en este caso la nuestra, además de que de la palabra relacionada Manusya, que significa literalmente “humanidad”, se derivan el latín humanitas, el alemán mann, el inglés man, etc., siendo "Man", por su parte, “el Hombre”, el Padre Universal, el Adán de las leyendas escandinavas. Por otro lado, es interesante que en la historia se encuentren variantes de este nombre, Manu, aplicadas a fundadores de culturas diversas, como por ejemplo la egipcia (Menes), la cretense (Minos) e incluso la incaica, cuyo primer monarca, Manco Capac, fue cabeza de un linaje que abarcó catorce reyes —esto es, el mismo número de Manus que aparecen en un Día de Brama. Por lo demás, es importante anotar, conforme lo señala René Guénon, que un Manu no es en absoluto un personaje mítico, legendario o histórico, sino más bien el “Prototipo del Hombre”, y ello para un ciclo cósmico o para un estado de existencia cualquiera, al que da su Ley.

Todo ello arroja luz sobre una de las cuestiones más difíciles de entender en relación con el ciclo de cuatro yugas: me refiero a la aparente contradicción entre la existencia de ciclos humanos múltiples, por un lado, y la de un solo ciclo de humanidad por otro, problema que quedó pendiente de solución en el capítulo anterior. Ahora podemos decir, por lo que se refiere a nuestro planeta al menos, que no cabe hablar de una sucesión de ciclos humanos sino de un gran ciclo humano “general”, el de la humanidad actual, que comprende a todos los demás ciclos humanos de cualquier orden que sean.

Ahora bien, ya que partimos del supuesto de que este ciclo humano “general”, cuya duración buscamos establecer, representa aproximadamente la antigüedad de la presente humanidad terrena, y no la de sus más o menos remotos antepasados, lo más indicado será precisar previamente cuáles son los ciclos astronómicos que pueden influir en él; planteado el problema en estos términos, tales ciclos sólo pueden ser los siguientes:

(I) El ciclo de las glaciaciones, o temporadas de gran frío, que ocurren cada 100,000 años aproximadamente y están separadas por períodos interglaciales de 10,000 años cada uno. Este ciclo, que parece constituir el marco principal dentro del que se ha desarrollado la humanidad actual en la Tierra, es producido por el alargamiento de la órbita de nuestro planeta alrededor del Sol, la cual cambia cada 90,000 a 100,000 años de una forma circular a una más elíptica, y vuelta a empezar. Cuando la órbita es circular, la distribución del calor en la Tierra durante el año es uniforme, y cuando es elíptica la Tierra se aproxima más al Sol y por tanto es más caliente en algunas épocas del año, con las estaciones acentuándose en un hemisferio y moderándose en el otro debido al efecto modulador de los dos ciclos que se mencionan a continuación.

(II) El período de precesión de los equinoccios o Año Zodiacal, cuya duración suele redondearse en 26,000 años pero, como sabemos, ha sido calculada tradicionalmente en 25,920 años. Lo que hace a este ciclo particularmente importante como probable factor desencadenante del fenómeno humano en nuestro planeta es el hecho de que, a la mitad del período de oscilación del eje terrestre, o sea cada 13,000 años aproximadamente, las estaciones se invierten: hace 10,000 años, por ejemplo, cuando la Tierra estaba en su posición más alejada del Sol, en el hemisferio Norte era verano y no invierno, como hoy (y a la inversa).

(III) El ciclo de variación en la inclinación del eje terrestre en el curso de unos 40,000 años, desde un mínimo de 21.5 grados hasta un máximo de 24.5 grados, variación que obviamente acentúa o modera el efecto general del período precesional; actualmente el ángulo de la inclinación es de 23.4 grados y está disminuyendo, con lo que se atenúa la diferencia entre el verano y el invierno.

Actuando en forma coordinada, estos tres grandes ciclos orbitales, llamados “ciclos de Milankovitch” en honor al astrónomo yugoslavo que estudió su mecanismo por primera vez, someten a la Tierra a una compleja pauta astronómica que ha producido las fluctuaciones glaciales a través de las edades; si bien de los tres, es el período de precesión de los equinoccios el que, al potenciar el efecto combinado de los otros dos, parece haber desempeñado el papel principal en el desarrollo de la actual humanidad terrena. Así, algunos científicos calculan que hace unos 40,000 años, cuando el hemisferio meridional era el más cercano al Sol, y mientras en el Norte gravitaban los hielos, en diversos puntos, probablemente en Asia central, surgieron tribus unidas por la necesidad de hacer frente a las duras condiciones geofísicas imperantes; y que trece mil años más tarde, cuando los hemisferios boreal y austral intercambiaron sus posiciones respectivas frente al Sol, algunas tribus aparecieron también en el hemisferio austral.

Por otra parte, hace aproximadamente 18,000 años la Tierra comenzó a salir del último período glacial respondiendo a una combinación de los tres factores orbitales, aunque el período propiamente interglacial no comenzó hasta hace unos 10,000 años. Ahora bien, todo parece indicar que este período interglacial está a punto de terminar, y muchos científicos sostienen que, en un lapso que puede variar entre unos cuantos años y mil años a partir de hoy, la Tierra habrá entrado en una nueva glaciación de 100,000 años; para iniciar el proceso sólo se requerirá un verano de sol muy débil, incapaz de deshelar los glaciares del hemisferio Norte. Y pese a los indicios de una inminente desglaciación catastrófica causada por el llamado “efecto de invernadero”, recalentamiento del planeta causado a su vez por el exceso de emisiones industriales, la opinión predominante parece ser que en el mejor de los casos (o tal vez debiéramos decir en el peor), este factor sólo retardaría el proceso.

Como sea, en este punto debe ser obvio que, al entrelazarse e influirse mutuamente, los tres grandes ciclos orbitales ejercen un efecto decisivo sobre la vida en la Tierra, efecto que algunas veces puede ser benéfico y otras devastador. En ocasiones, por ejemplo, el final de uno de ellos coincidirá con el de otro, lo que lo hará particularmente severo. Naturalmente, el escenario es aun más complicado, pues incluye el efecto de otros ciclos menores, como las llamadas “pequeñas glaciaciones”, o períodos de inviernos muy rigurosos que sobrevienen cada aproximadamente 180 años y son al parecer causados por los llamados “sínodos planetarios” —el agrupamiento de todos los planetas a un lado del Sol, mientras la Tierra se encuentra al otro— los cuales ocurren cada aproximadamente igual número de años; o como los ciclos de gran actividad solar, que se producen cada 11 y cada 80 años principalmente y parecen influir marcadamente en las sequías, la actividad volcánica y los cambios en el magnetismo terrestre (el ciclo de 11 años ha sido posteriormente precisado en 11 años y 29 días); o, en fin, como los ciclos solares máximos y mínimos de 500 años cada uno, mencionados en algunas obras recientes, que habrían influido por turno en la aparición de las grandes civilizaciones históricas.

Todo esto constituye, sin duda, un tema apasionante, pero cuyo estudio requeriría demasiado espacio; por lo que, de momento, me detendré aquí y volveré con más dentro de unos días.