Thursday, September 04, 2008

El Jardín del Edén y las Hiperbóreas

Que el Jardín del Edén tiene como más remoto antecedente a la Tula Hiperbórea lo prueba el hecho de que desde tiempos immmemoriales, y hasta el Medioevo europeo, se representaba como un jardín paradisíaco ubicado en la cima de una montaña inaccesible rodeada por el mar —imagen de la Tierra que es antiquísima y que a través de la historia se encuentra por todas partes del mundo, incluso en los mapas de Mercator, donde el océano está dibujado como un torrente que, a través de cuatro embocaduras, se precipita en el Golfo Polar nórdico para ser absorbido por las entrañas de la Tierra y en el que el propio Polo, el centro supremo, está figurado por un negro peñasco que se eleva hasta una altura prodigiosa.

Ahora bien, el hecho de que en muchos casos este centro haya sido representado por una caverna, una isla, una ciudadela, un palacio, un templo o una pirámide, indica tan sólo que posteriormente se quiso recordar, por medio de imágenes secundarias, el centro primordial por excelencia: me refiero al monte Meru de los hindúes, descrito por el Surya-siddhanta como una pequeña montaña situada en el Polo Norte, y un prototipo que ha perdurado principalmente en las montañas sagradas del Asia Central —consideradas por muchos como la cuna de la humanidad— con nombres como Sumer, Sumber o Sumur, claramente idénticos a la palabra sánscrita Sumeru.

Mencionaré, de paso, que si el paraíso bíblico se considera tradicionalmente situado en esa región es porque se trata de una tradición posterior y secundaria con relación a la hiperbórea, aparte de que las referencias al paraíso por parte del Génesis son esencialmente simbólicas y, por cierto, supeditadas al ámbito de la región en la que el libro fue recopilado. Por otro lado, el hecho de que todas estas representaciones hayan dado origen, entre los diferentes pueblos, a bellísimas y evocadoras leyendas no revela sino la intención de mantener vivo, a través de los siglos, el recuerdo de dicho centro supremo.

Tal es el caso, entre los celtas, de la mítica isla de Avalon de las leyendas del rey Arturo, imagen emblemática del rey perfecto cuyos caballeros, en número de doce, tenían reservados doce sitios —representación usual de las doce constelaciones— alrededor de una mesa redonda cuyo centro, en tanto que símbolo del centro supremo, estaba reservado para ser ocupado por el Santo Grial —a su vez símbolo del conocimiento perfecto o, más bien, del lugar donde éste se guarda intacto a través de las vicisitudes por las que atraviesa un ciclo completo de humanidad, tal como ocurre, por ejemplo, con el soma entre los hindúes y con el elíxir de los dioses entre los griegos.

Por lo demás, es evidente que sólo en uno de los dos Polos pudieron darse las condiciones ideales como para hacer posible una “eterna primavera”, la estación que preside durante toda la Edad de Oro. Y en efecto, en Bhagavata Purana 5, 20:30 se describe el Sol desplazándose durante todo el año —y no sólo durante una parte de él como en la actualidad— en trayectoria circular por encima del horizonte y alrededor del Monte Meru, imagen arquetípica del centro original. Éste, a su vez, se sitúa en medio del Bhu-mandala, que es una antiquísima representación esquemática de la Tierra (y probablemente del sistema solar, la galaxia y el universo entero) conformada por seis anillos concéntricos separados por mares, los cuales, al rodear dicho centro, constituyen en conjunto los siete dvipas, “islas” o continentes, de la tradición hindú. Todo lo cual nos remontaría, en definitiva, a una época en la que el plano de la eclíptica, el ecuador y el horizonte de la Tierra parecen haber coincidido en forma aproximada, hace tal vez alrededor de 50,000 años, cuando la órbita de nuestro planeta era más circular y su eje no estaba tan inclinado como hoy.

Naturalmente, soy consciente de que esta hipótesis suscita más dificultades de las que resuelve, dificultades de las que no es la menor el hecho de que en la época así fijada la región polar septentrional se hallara con toda probabilidad cubierta por una espesa capa de hielo, situación que no concuerda con las condiciones que deben reinar en un “paraíso”; aun así, de acuerdo con René Guénon, ciertos datos tradicionales indican que la inclinación del eje terrestre no ha existido siempre, sino que sería consecuencia de lo que se conoce como “caída del hombre”; esta circunstancia, si bien es sumamente improbable que se haya dado en la época en cuestión, resolvería sin más el problema.

Aun otra posible solución consistiría en hacer retroceder la época hiperbórea a hace más de 100,000 años, es decir, dos veces la duración conjunta de dos períodos precesionales (2 x 51,840 años), y ello en virtud de las analogías existentes con el Día y la Noche de Brahma, que parecen darse para ciclos de todos los órdenes y que serían por tanto perfectamente aplicables al caso. Aun así, la ciencia nos priva de esta posibilidad, pues parece que por entonces ya había comenzado la última glaciación, la de Wurm (hace 130,000 años), lo cual nos obligaría a remontarnos a la anterior, la de Riss —la cual se habría extendido entre 230,000 y 180,000 años atrás— y al prolongado período interglacial que le sucedió, de unos 50,000 años (entre el 180,000 y el 130,000 a.C.): aquí sí parecen encajar los hechos, pues esta época, en la que habrían prevalecido condiciones muy favorables (tal vez la inclinación del eje terrestre sería nula, y su oscilación mínima), corresponde aproximadamente a la de la aparición del hombre de Neanderthal y, en otro orden de cosas, al solsticio de invierno y, sobre todo, al Norte dentro de la correspondencia analógica con las cuatro estaciones del año, así como al Apolo hiperbóreo, a la raza blanca y, entre los elementos, al agua.

Por cierto que en este caso la “caída” no sería la de Adán y Eva, sino la del propio Lucifer, como lo testimonia el famoso pasaje bíblico de Isaías. Todo ello en contraposición a la época que podemos llamar “adámica”, la cual correspondería a la aparición del hombre de Cromagnon y, en el orden analógico respectivo, al equinoccio de otoño y al Oeste, así como a la raza roja y al elemento tierra; en todo lo cual entran consideraciones incluso lingüísticas, pues la palabra Adam se relaciona con ambos significados, “tierra” y “rojo”. Sin embargo, abordar cuestiones tan diversas requeriría de un estudio muy profundo; para empezar, con este particular enfoque nos estaríamos saliendo de los límites temporales del actual Manvantara, que he fijado en 51,840 años comunes, y de la esfera del hombre moderno, que no considero “pariente” del Neanderthal sino del Cromagnon; y no hay que perder de vista que algunos científicos sitúan hace unos 40,000 ó 50,000 años, y probablemente en Asia Central, la aparición de las primeras tribus organizadas, lo que coincide incluso con la exégesis bíblica ya mencionada.

Pues bien, he de reconocer que es en extremo difícil resolver estas cuestiones en forma definitiva, como lo es asimismo asegurar que mi cálculo de la duración total del Manvantara sea exacto. No olvidemos que, según Guénon, tal duración sería no de 51,840 años (o 12,960 x 4) sino más bien de 64,800 años (12,960 x 5), y no pretendo, ni mucho menos, competir con él en cuanto a conocimiento de estos temas, como tampoco establecer con certeza absoluta el punto de partida de la tradición hiperbórea en la fecha que he señalado, algo que él, que yo sepa, tampoco intentó siquiera, como tampoco intentó nunca seguir en retrospectiva, punto por punto, su derrotero hasta una fecha cualquiera. En cuanto a predecir acontecimientos futuros en una forma específica, es algo a lo que siempre mostró aversión, para no mencionar el hecho de fijarles alguna fecha. Lo que quiero decir, en suma, es que nada asegura que mis cálculos no estén en todo o en parte errados, y si los he efectuado —y, para tal caso, si he emprendido este trabajo en su conjunto— es porque he sentido que era el momento oportuno para ello, incluso contraviniendo ciertos preceptos de las doctrinas esotéricas que no alientan en absoluto este tipo de especulaciones. Pero en cualquier caso, será una extensa recapitulación en futuras entregas la que se encargará de establecer en qué medida son válidos los datos y cifras que he considerado a lo largo de esta serie, tanto en mi determinación de la duración del actual Manvantara en su conjunto como en la de sus fechas de inicio y de término.