En mi anterior entrega, titulada “Algunas evidencias escriturarias con respecto al tiempo”, presenté una historia del Bhagavata Purana que claramente implica que los antiguos hindúes estaban familiarizados con la relatividad de espacio y tiempo… ¡cientos, probablemente miles de años antes de que fuera formulada por Einstein!
Una historia similar de la tradición islámica, aunque curiosamente inversa, refuerza el argumento: Mahoma visita el séptimo cielo montado en la resplandeciente yegua Alburak, la cual, al partir, vuelca una jarra llena de agua; a su regreso, tras innumerables eones, el Profeta alcanza a levantarla... y aún no se ha derramado una sola gota.
En otra parte del Bhagavata Purana (3, 29:43) se declara, con sencillez pasmosa, que el cuerpo universal total está en expansión. Este hecho, que sólo en nuestro siglo ha quedado confirmado por las observaciones astronómicas que sustentan la teoría del “Big Bang”, difícilmente podría calificarse de casualidad o invención, aun por los incrédulos más recalcitrantes; y por lo demás, la teoría en cuestión no excluye la posibilidad de procesos reiterados de expansión y contracción del universo a través de períodos inmensos, derivación que por su parte encaja perfectamente en el marco de la doctrina hindú de los ciclos cósmicos y en el de muchas otras concepciones análogas. En efecto, esta idea se encuentra en la mayoría de las doctrinas tradicionales. Para el taoísmo, por ejemplo, el Tao tiene un movimiento reversivo, de alejamiento y retorno al origen (Cf. el Tao te ching de Lao tzu, especialmente los capítulos XXV y XL). El hermetismo, por su parte, afirma que el mundo «comienza desde donde cesa» (Corpus Hermeticum I, 11, 10.7). En fin, según el neoplatónico Proclo, «... todo avanza desde un punto y retorna, tiene una actividad cíclica... une el fin con el principio». Y también el estoicismo atribuye este movimiento a su Logos.
La lista, pues, es larga. Pero pasemos al ámbito de la historia, donde la arqueología moderna ha confirmado repetidamente los datos proporcionados por la Biblia y otros textos occidentales. Por ejemplo, durante mucho tiempo el rey asirio Sargón II fue conocido únicamente por el relato presentado en Isaías 20:1, y los críticos rechazaban esta referencia como desprovista de valor histórico alguno. Posteriormente, las excavaciones arqueológicas sacarían a la luz el grandioso palacio de Sargón en Korsabad, junto con numerosas inscripciones alusivas a su reinado, tales como la del sitio y toma de Samaria y el consiguiente destierro del pueblo israelita. En forma similar, se ha confirmado la expedición de Senaquerib a Israel, la cual, según la versión del Antiguo Testamento (2 Reyes 18:13 ss, 19:36; Isaías 36:1, 37:37), terminó en el fracaso y subsiguiente retorno del rey asirio a su país de origen. (Aunque este último dato no figura en los relieves murales del palacio real, la omisión es perfectamente explicable por la natural renuencia a admitir las propias derrotas.)
Mención aparte merecen, por su gran trascendencia, los sensacionales descubrimientos realizados a partir de 1870 por el arqueólogo aficionado Heinrich Schliemann. Como se sabe, este notable arqueólogo alemán, desafiando la opinión general que no veía en la Ilíada sino un relato imaginario, inició excavaciones en el lugar señalado por el poema como asiento de la antigua Troya y halló lo que resultó ser no una, sino nueve ciudades superpuestas, siendo la sexta, contada desde abajo, la cantada por la epopeya; y luego en Micenas, descrita por el mismo poema como «muy superior materialmente a Troya», sacó a la luz enormes murallas de piedra, leones tallados y el fabuloso tesoro de Atreo, maravillas que de no ser por él tal vez seguirían siendo consideradas legendarias hasta nuestros días.
Parecería pues, a juzgar por los ejemplos presentados —los cuales ciertamente podrían multiplicarse—, que, en lo que se refiere a la ciencia, y en mayor o menor grado a la historia, las grandes escrituras y textos sagrados del mundo sí son confiables; en este sentido, es preciso concluir que no sólo “la Biblia tenía razón”, como es el título de un famoso libro, sino que asimismo la tienen otras escrituras del mundo; igualmente, y con base en los mismos ejemplos, podría inferirse que los textos hindúes parecen ser válidos en cuanto a los grandes períodos, de millones y billones de años, y que la Biblia y otros textos occidentales lo serían para los períodos “pequeños”, de miles y, quizás, cientos de miles de años. Cierto que esto no es exactamente así, pues, para empezar, es obvio que algunos pasajes de la Biblia, notablemente los primeros versículos del Génesis, abarcan períodos inmensos; pero al menos para los fines de nuestra presente indagación bien podemos permitirnos esta generalización.
En cuanto a los textos hindúes, ya tendremos oportunidad de familiarizarnos con las complejidades de su elaborada doctrina. Adelantaremos tan sólo que, tal como ocurre en muchas otras tradiciones, el término milenio —al igual que otros similares como “gran año”, siglo, etc.— es sinónimo de un gran ciclo cósmico cualquiera y no mil años comunes, como pudiera pensarse, y suele aplicarse a cualquiera de ellos, usándolo propiamente en su acepción de “duración indefinida”. Lo cual debe subrayarse no tanto por el hecho en sí, fundamental para el estudio de la doctrina, sino porque en cierto modo es consubstancial con la existencia de todo tipo de correspondencias y asimilaciones entre ciclos de orden y magnitud diversos, a tal punto que expresiones como “día” y “noche”, referidas a períodos vastísimos, suenan perfectamente naturales.
Una pregunta surge naturalmente de todo lo anterior: si no la inventaron simple y llanamente, o si no es el producto de meras especulaciones afortunadas, ¿dónde obtuvieron los compiladores de estas escrituras semejante información, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos? Que las diversas culturas nacieran en forma espontánea y simultánea en todo el mundo, compartiendo conocimientos misteriosamente similares, es difícil de aceptar; las numerosas analogías sugieren más bien un origen común ignorado y, de hecho, más lógico, o al menos más verosímil, parece ser que haya habido una civilización anterior a todas las demás, depositaria del conocimiento primordial en que se basa tal información, y que todas las demás culturas hayan recibido de ella ese conocimiento, el cual posteriormente se habría modificado y, en la mayoría de los casos, distorsionado por las especiales circunstancias de tiempo y lugar. Esta noción de una cultura ancestral común, que explicaría la universalidad de ciertos conocimientos “ocultos”, ha sido sustentada y ampliamente desarrollada por connotados investigadores como René Guénon y otros, según los cuales, en la colección aparentemente caótica de antiquísimos mitos y leyendas que describen la naturaleza y el origen del universo, transmitidos tradicionalmente por las sociedades de todo el mundo, se pueden ver evidencias de tal civilización primordial. Esta sociedad arcaica sería anterior a todas las civilizaciones antiguas conocidas, incluidas las de Mesopotamia, Egipto, China e India, para no mencionar las americanas; y así, historias cuyo significado original se ha perdido pero que se han conservado en forma fraccionaria y deformada, podrían proporcionarnos información fundamental y genuina sobre los grandes misterios del universo.
A modo de ejemplo, mencionaré sólo una de tales historias: Los indios Sioux de Norteamérica hablan de un ciclo de cuatro eras; hay un búfalo que pierde una pierna en cada era y ahora estamos en la última, que es de gran degradación, y al búfalo le queda una sola pierna. En el Bhagavata Purana (1, 16:18 ss) se cuenta la misma historia sobre el toro Dharma: actualmente nos encontramos en la última era —la Era de Kali, la edad de riña e hipocresía—, y Dharma se apoya en una sola pierna...
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