Quisiera hablar un poco más sobre el maha-yuga, el ciclo hindú de cuatro edades decrecientes o yugas.
Tal vez la descripción más vívida de este importante ciclo sea la que nos ofrece la historia del toro Dharma, narrada en otra parte del Bhagavata Purana (1, 16:17 y ss). Allí se describe cómo Dharma, “la Religión”, pierde, en cada edad sucesiva, una a una sus cuatro piernas: En Satya-yuga, la era primigenia en que la humanidad mantiene íntegramente los principios religiosos, y que se caracteriza por la virtud y la sabiduría, se apoya en los cuatro principios de austeridad, limpieza, veracidad y misericordia; luego, en Treta-yuga, la era en que se introduce el vicio, pierde la austeridad; en Dvapara-yuga, a medida que el vicio aumenta, pierde la limpieza; y en Kali-yuga, la era de riña e hipocresía, y la de mayor degradación y oscuridad espiritual de las cuatro, en la que nos encontramos actualmente, pierde adicionalmente la veracidad y queda tan sólo apoyado en la misericordia, la cual decrece paulatinamente a medida que se acerca el momento de la devastación.
Esta devastación sobreviene al final de un espeluznante período postrero en que los hombres llegan a ser como enanos, viven vidas cortísimas y decaen hasta inimaginables extremos de depravación. La descripción de este postrer período, que aparece en el Canto XII del Bhagavata Purana, suele provocar rechazo e incredulidad en los lectores occidentales, aun cuando imágenes tan sobrecogedoras no sean en absoluto extrañas a la tradición occidental (como lo testimonian, por ejemplo, textos bíblicos tales como Deuteronomio 28:53, 57; 2 Reyes 6:28-29; Ezequiel 5:10; Lamentaciones 4:10, etc.). Por lo demás, tal devastación se produciría, en el actual ciclo, todavía de aquí a unos cuatrocientos veinte mil años, fecha tranquilizadoramente lejana —al menos desde nuestra limitada perspectiva histórica— y que contrasta marcadamente con la que otras tradiciones, por ejemplo la judaica y la persa, establecen, dentro de la época actual, para el fin de los tiempos —si bien, como veremos en capítulos subsiguientes, en el nivel terrenal y propiamente humano el fin del presente ciclo bien podría hallarse, por decirlo así, a la vuelta de la esquina.
En fin, se dice que al final del Kali-yuga aparece el propio Señor Supremo como el avatara Kalki para destruir a los demonios, salvar a sus devotos e inaugurar otro Satya-yuga, dando comienzo a un nuevo ciclo de cuatro yugas.
En cuanto al inicio del Kali-yuga, fecha crucial en nuestro estudio por cuanto ha de permitirnos, una vez establecida su duración real, calcular su fecha final, el Surya-siddhanta, tal vez el tratado astronómico más antiguo del mundo, lo sitúa a la medianoche del día que corresponde en nuestro calendario al 18 de febrero del año 3102 a.C., cuando los siete planetas tradicionales, el Sol y la Luna incluidos2, se hallaban alineados en relación con la estrella Zeta Piscium. Aunque esta fecha suene inverosímil, pues contradice todas nuestras nociones sobre la historia conocida —además de suscitar un problema al parecer insoluble: el de la evidente incompatibilidad entre la existencia de ciclos humanos múltiples, por un lado, y la de un solo ciclo de humanidad por el otro, problema que abordaremos en el próximo capítulo—, por el momento señalaré tan sólo que tal conjunción ha sido confirmada por cálculos astronómicos realizados con la ayuda de programas de computadora publicados en los Estados Unidos por Duffet-Smith.
Pasemos, pues, a los ciclos mayores. Recordemos que un Día de Brahma consta de mil maha-yugas y su Noche de otros tantos. El “día” y la “noche” duran, por tanto, 4'320,000 x 1,000 x 2 = 8,640'000,000 años comunes. Ahora bien, como Brahma vive cien de sus años (de 360 “días” cada uno), un cálculo simple (8,640'000,000 x 100 x 360) nos da la duración total del inmenso ciclo de manifestación cósmica: 311'040,000'000,000 años comunes, duración que, en teoría, es apenas la de un período de respiración del Maha-Vishnu, la Gran Forma Universal, y que simbólicamente corresponde a las dos fases complementarias en que se divide esencialmente todo proceso de manifestación —en este caso el doble movimiento alternativo de expansión y contracción, exhalación y aspiración, sístole y diástole.
Aquí se imponen algunas observaciones preliminares.
Ante todo, tratándose de ciclos cósmicos, la tradición hindú, al igual que la china y otras tradiciones antiguas, siempre ha expresado sus duraciones mediante cantidades fundamentalmente simbólicas, y ello con el objeto de mantener ocultos ciertos conocimientos considerados confidenciales. Así, en algunos casos, determinadas cifras pueden haber sido “disfrazadas”, ya sea multiplicándolas o dividiéndolas por algún factor, o bien añadiéndoles una cantidad mayor o menor de ceros, sin que las respectivas proporciones hayan sido alteradas; éste puede muy bien ser el caso del maha-yuga de 4’320,000 años comunes. Sin embargo, para aquellos hindúes que las aceptan sin discusión, las duraciones literales de los yugas tal vez debieran considerarse no tanto referidas estrictamente a la Tierra cuanto al orden más bien cósmico; y de hecho, todas las dificultades inherentes al problema quedarían resueltas incluyendo, en el marco de la doctrina, diferentes sistemas planetarios en los que los ciclos de cuatro yugas se desenvolvieran sucesivamente. Esta hipótesis plantea, empero, cuestiones de índole metafísica que escapan al alcance de nuestro estudio, por lo que, sin perjuicio de que en el próximo capítulo tratemos este ciclo más extensamente, aquí me limito a consignarla.
En cuanto al kalpa de 4,320 millones de años —cuyo apropiado estudio, a decir verdad, demandaría un tratado íntegro —, hay que precisar, ante todo, que su frecuente identificación por eruditos occidentales con la manifestación cósmica total ha quedado desbordada por la edad que la ciencia actual atribuye al universo, edad que lo situaría en una dimensión más bien planetaria o, a lo sumo, galáctica. Y en efecto, para los hindúes ortodoxos, para quienes el kalpa es simplemente sinónimo de un Día de Brama sin contar su respectiva Noche, el final de éste llega con una disolución parcial del universo por el agua; y por lo que se refiere a su duración, la doctrina se atiene estrictamente a la cifra anotada. Ahora bien, el hecho de que esta duración prácticamente coincida con los 4,500 millones de años en que la ciencia moderna calcula la edad de la Tierra (para no mencionar la cifra “definitiva” de 4,310 millones consignada en mi artículo introductorio) ciertamente apunta a la posibilidad de que represente la vida de nuestro sistema planetario; de ser así, no sería improbable que la Tierra estuviera actualmente en las postrimerías de un Día de Brahma y que se estuviera acercando su correspondiente Noche, aun cuando tarde en llegar todavía una buena decena de millones de años. Sin embargo, todo esto no es ni con mucho tan simple: para empezar, los textos alusivos son en algunos casos bastante enigmáticos, como lo permite entrever, por ejemplo, la reiteración de la frase: Aquellos que saben... (Bhagavad-gita 8:17), y dejan por tanto abierta la posibilidad de que los 4,320 millones de años se refieran en realidad no a la parte diurna, sino al Día de Brama completo, con lo cual la duración de la parte diurna sería 2,160 millones de años y otro tanto la de la nocturna. También aquí, pues, conviene tener en cuenta la posibilidad de que las cifras se hayan disfrazado de algún modo.
Finalmente, la enorme duración de 311'040,000'000,000 años comunes que los textos atribuyen implícitamente al gran ciclo de manifestación cósmica cubre, por cierto, holgadamente los 15,000 millones de años en que la física moderna calcula la edad del universo; y aun cuando la primera se considerase exagerada —digamos que fuera mil veces menor, es decir que la cifra real fuese de sólo 311,040'000,000 años, lo que ciertamente no es imposible si nos atenemos a las consideraciones precedentes—, aun así los 15,000 millones de años cabrían cómodamente en ese período. En cualquier caso, ello significaría que nuestro universo es todavía muy joven y que al presente estamos, dentro del inmenso ciclo de manifestación universal, prácticamente al comienzo de un período de expansión.
Y por supuesto, no deja de ser impresionante que hayan tenido que transcurrir, literalmente, milenios para que de nuevo comience a tomar forma en los medios científicos modernos esta antiquísima noción de un universo que “respira”, esto es, un universo que tiene dos períodos, uno en el que se expande y otro en el que se contrae; los cuales, en virtud de las correspondencias a que están sujetos los ciclos de cualquier orden, se asimilan el uno al Día y el otro a la Noche de Brahma, así como a ambas fases de lo que los hindúes llaman Manvantara, antigua medida hindú de tiempo que, en mi empeño por conjugar lo que podríamos llamar las vertientes occidental y oriental de la doctrina, abordaré próximamente con algún detalle.
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