Permítaseme referirme un poco más a los antiguos egipcios y el Año Divino de 168 años zodiacales.
Se sabe que los antiguos egipcios, como la mayoría de las culturas tradicionales antiguas, concebían un universo construido sobre la base de misteriosas relaciones numéricas en las que los diversos órdenes de magnitud se correspondían, cuantitativa y cualitativamente, unos con otros. Así, consideraban que el Año Divino de 168 años zodiacales estaba constituido por tres “divinos tiempos de labor” de 56 años zodiacales cada uno (168 : 3); cada “divino tiempo de labor” por cuatro “estaciones seminales” de 14 años zodiacales cada uno (56 : 4); cada “estación seminal” por dos “divinas semanas de gestación” —equivalentes al Día y la Noche— de siete años zodiacales cada una (14 : 2); y cada “divina semana de gestación” por siete “días creadores” de 25,920 años comunes cada uno (7 : 7), siendo ésta, como hemos visto, la duración del ciclo de precesión de los equinoccios o Año Zodiacal. Con ello establecían una primera analogía, entre el año zodiacal y un “día creador”.
Adicionalmente, dividían el “día creador” de 25,920 años comunes en 12 “horas diferenciales” —equivalentes a 12 meses zodiacales— de 2,160 años comunes (25,920 : 12), es decir, el período en que el equinoccio coincide con el mismo signo del Zodíaco.
Ahora bien, como la ascendencia de cada nuevo signo se supone que va acompañada de acontecimientos catastróficos o de algún otro modo cruciales para la Tierra, esta “hora diferencial” o mes zodiacal de 2,160 años comunes ha recibido especial atención por parte de la tradición hermética. Por ejemplo, se dice que al llegar a su fin la Era de Leo y presentarse la de Cáncer, hace alrededor de 10,000 años, tuvo lugar el hundimiento de la Atlántida. El cambio de Cáncer a Géminis, por su parte, habría sido testigo del paso de un enorme cometa que sacudió a la Tierra. El de Géminis a Tauro, hace unos 6,000 años, habría señalado el comienzo de nuevas civilizaciones y el inicio del culto al toro —y a la cabra— en diversos lugares del mundo —en Egipto al buey Apis, en Babilonia y Asiria a los toros alados—, así como de fiestas ligadas a la primavera y a la procreación. Por su parte, la llegada de Aries, hace unos 4,000 años, habría coincidido con la aparición del culto al cordero pascual, símbolo de la religión judaica. Por último, el paso de Aries a Piscis habría anunciado la aparición y difusión del cristianismo, cuyo principal símbolo, al menos en sus comienzos, fue, como se sabe, inicialmente el pez.
Como sea, en cuanto “hora diferencial” dentro del “día creador” de 25,920 años comunes, y continuando con la analogía horaria, los egipcios dividían el período de 2,160 años en 60 “minutos” de 36 años comunes cada uno (2,160 : 60), y el “minuto” de 36 años comunes en 36 “tareas específicas” de un año común cada una (36 : 36), con lo cual establecían dos importantes analogías horarias haciendo corresponder, primero, la hora común con el “mes zodiacal”, y luego cada minuto de esa “hora” con un ciclo de 36 años comunes, igual a la mitad de un grado del círculo zodiacal. Por último, dividían la “tarea específica” o año común en siete “aptitudes creadoras” de 52 semanas y fracción cada una (365 : 7) y la “aptitud creadora” en siete “virtudes humanas” de siete días y fracción cada una (52 : 7), con lo que relacionaban la semana común con el Año divino de 168 Años Zodiacales y fundamentalmente, y aunque recurriendo en este caso a divisiones inexactas y fracciones, con los siete “días creadores” de 25,920 años comunes cada uno.
Pues bien, sea cual fuere la utilidad práctica de estos últimos cálculos, queda claro que los antiguos egipcios, como asimismo los griegos, persas y caldeos, asignaban una importancia muy particular al período de 25,920 años (o a su mitad de 12,960 años), el cual muy verosímilmente representaría la duración de un ciclo completo de cuatro edades. De ser así, ¿cuál sería la duración de cada una?
Según la tradición hermética, la “raza adámica”, a la que pertenecemos, habría evolucionado a través de cuatro edades de 6,480 años de duración cada una y actualmente se encontraría en las postrimerías del ciclo completo. Estas edades, naturalmente equivalentes a otras tantas “estaciones zodiacales” de tres “meses zodiacales” cada una, habrían sido determinadas por cuatro acontecimientos fundamentales: (I) Formación, desde el inicio del Año Zodiacal hasta el pecado o “caída” del hombre; (II) Pecado, desde la expulsión del Jardín del Edén hasta la tribulación, que comenzó con el Diluvio; (III) Tribulación, desde el Diluvio hasta la redención; y IV) Redención, consumada por Cristo. Así, estando el Sol por ingresar en los primeros grados de la constelación de Acuario —tras haberse desplazado en sentido retrógrado por las de Tauro, Aries y Piscis—, el Año Zodiacal estaría a punto de completar su último período, y la “raza adámica” el de su redención y liberación.
Permítaseme hacer aquí algunas observaciones. Estos períodos o “estaciones” —cuya descripción, a decir verdad, suena un tanto fantasiosa—, que algunas tradiciones redondean sin más en seis mil años, claramente corresponden a un ciclo más general, y por tanto más extenso, que el constituido por las edades descritas por Hesíodo, quien obviamente se refería a períodos más locales y contingentes y a ciclos ya concluidos en su época. Por otro lado, contrastan marcadamente, tanto en magnitud como por sus duraciones iguales, con los cuatro yugas de la tradición hindú, que son de una elaboración increíble y cuyas duraciones, proporcionales a la escala 4 + 3 + 2 + 1 = 10, son nada menos que 1’728,000, 1’296,000, 864,000 y 432,000 años comunes respectivamente, lo que da una duración total de 4’320,000 años para el ciclo completo. Y por lo demás está el hecho, en extremo significativo, de que esta escala es la misma, aunque en sentido inverso, que la Tetraktys pitagórica, expresada como 1 + 2 + 3 + 4 = 10. Permítaseme referirme brevemente a esta última.
Entre los griegos que expusieron la doctrina de los ciclos cósmicos —grandes filósofos como Anaximandro, Empédocles, Heráclito y posteriormente Platón y los estoicos— destaca nítidamente Pitágoras, cuyos intereses intelectuales eran ante todo matemáticos. Se dice que su descubrimiento más trascendente, y que constituiría una especie de revelación sobre la naturaleza del universo, fue que ciertos intervalos de la escala musical pueden expresarse aritméticamente como relaciones entre los números 1, 2, 3 y 4, los cuales, sumados, dan 10, número “perfecto” en tanto que símbolo del Supremo. Originado, según la leyenda, en los tonos emitidos por un yunque sobre el que golpeaban martillos de diferentes tamaños, tal descubrimiento demostraba la existencia de un orden inherente en la naturaleza del sonido y, más aún, una organización matemática en la formación del universo, en cuya estructura, armoniosa y bella como la música misma, interviene como elemento fundamental el tiempo.
Ahora bien, en tiempos de Pitágoras, y también mucho después, los eruditos griegos solían efectuar viajes de estudio a diversos países, principalmente a Egipto y Mesopotamia, y más allá todavía, a la misma India, considerada a lo largo de la historia como meta final de los buscadores de conocimiento. No está claro si Pitágoras emprendió tal viaje; si lo hizo, ello tal vez explicaría el origen real de su famosa Tetrakkys, sobre cuya versión hindú trataré probablemente muy pronto.
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