Tuesday, April 29, 2008

Más sobre “La rueda del tiempo”

Para cuando hube retirado de la circulación la última versión de “La rueda del tiempo”, habían comenzado a aparecer, principalmente en Internet, diversos artículos de “discípulos” de Guénon en los que se sostenía que:

(1) La duración del ciclo total de humanidad es 64,840 años, equivalente a cinco semiperíodos de precesión de los equinoccios (5 x 12,960 años); este cálculo lo había sugerido (pero sólo sugerido) Guénon en el estudio mencionado, lo mismo que el siguiente punto.

(2) El año 720 del Kali-yuga (que duraría 6,480 años, o un décimo de la cifra anterior) habría coincidido con el del comienzo de la era judía, tradicionalmente establecido en el 3761 a.C.; por consiguiente, siempre con base en otras tentadoras precisiones hechas por Guénon en diversos artículos, el Kali-yuga habría comenzado en el año 4481 antes de Cristo.

(3) Hecho el cálculo correspondiente (6480 - 4481), el fin del Kali-yuga (equivalente, en la práctica, al fin de nuestra civilización) ocurriría en el año 1999. Algunos incluso, recurriendo a cifras decimales, precisaban un poco más: la catástrofe, cualquiera que fuese la forma que adoptara, se produciría… ¡el 14 de noviembre de 1999!

Pues bien, en relación con la doctrina de los ciclos cósmicos, lo primero que hay que entender es que el término milenio no equivale, como pudiera pensarse, a mil años comunes, sino a una duración indefinida, generalmente referida a un gran ciclo cósmico cualquiera. Éste es un punto sobre el que nunca se insistirá bastante, y constituye un principio elemental que los mencionados autores parecían haber olvidado. Peor aún, no sólo evidenciaban que no habían podido desembarazarse del sentido literal del término sino, además, cierta proclividad a la histeria que suele apoderarse de las masas al aproximarse el fin de un ciclo cualquiera, para no mencionar uno tan preñado de amenazas como el que se nos venía encima.

En estos términos, el hecho de que el año 2000 llegara sin pena ni gloria —en otras palabras, sin que se produjese un desenlace fatal— no significó, ni mucho menos, que la validez de la doctrina de los ciclos quedara en entredicho. Muy al contrario, denotaba simplemente que fue tergiversada. Visto el hecho en retrospectiva, por otro lado, tampoco significaba que nuestro planeta hubiera quedado libre de los espantosos cataclismos que suelen acompañar el final de todo ciclo importante; pues obviamente dicho fin, de seguir la doctrina vigente, estaría aún por llegar.

Como fuese, seguro, como lo estaba, de que Guénon nunca hubiera aprobado tales excesos —aunque quedándome la duda de si sus “sugerencias” no habrían sido hechas adrede para que tales cálculos fracasaran—, me propuse realizar una tercera edición de "La rueda del tiempo" con la intención de aclarar, en la medida de lo posible, este particular, a la vez que subsanar cualquier carencia, precisar algunos puntos e, inclusive, mejorar la presentación general de las anteriores ediciones.

No ha sido, sin embargo, hasta hoy que he podido poner término a esta tarea. Y lo más notable ha sido el hecho, para mí curioso, de no haber tenido que modificar substancialmente las anteriores ediciones, fuera de corregir una o dos referencias equivocadas, añadir algunos datos y refinar un tanto la redacción y la sintaxis. Por otro lado, he dudado no poco sobre la conveniencia de mantener algunas secciones, como por ejemplo la descripción de Año Divino egipcio, que pudiera desviar la atención del tema principal; e incluso me sentí tentado a suprimir enteramente cierto capítulo que pudiera parecer poco convincente. Pero me disuadió el hecho de que, si bien tales secciones no son esenciales para la comprensión del tema, sí pueden leerse con provecho, sobre todo la última, que describe a grandes rasgos el Kali-yuga del ciclo humano actual —en la práctica, la historia de nuestra mal llamada civilización.

Ahora bien, se comprende que esta particular visión de la historia choque frontalmente con la de la mayoría de los lectores occidentales, quienes, salvo contadas excepciones, conocen muy poco de las doctrinas orientales. En tal sentido, es esencial entender el concepto de maha-yuga, el ciclo hindú de cuatro yugas o edades decrecientes cuyas duraciones son proporcionales a 4, 3, 2 y 1 y que es, de hecho, asimilable a cualquier ciclo temporal, pues otro punto fundamental de la doctrina es que existe una total correspondencia entre todos ellos; y luego detenerse en el concepto de Manvantara, éste sí referido al ciclo humano total y cuya duración debe calcularse en dos períodos de precesión de los equinoccios o un total de 51,840 años comunes. Dando un paso adelante, debe quedar claro que si los yugas suman proporcionalmente 10 (pues 4 + 3 + 2 + 1 = 10), la duración del Kali-yuga será la décima parte de ese total, es decir 5,184 años comunes.

Otro paso aún, consecuente con el anterior, nos hará comprender que las características del actual Kali-yuga, en virtud de las correspondencias a que me he referido, reflejan punto por punto, pero en forma más acusada, las del ciclo total de 51,840 años; ello, en la práctica, nos dará una imagen de este ciclo en pequeño incluyendo, también en pequeño pero con duraciones siempre proporcionales a la escala 4, 3, 2 y 1, la de sus cuatro yugas descendentes. El paso final consistirá en fijar la atención en el último de estos yugas, que podríamos denominar el kali-yuga del actual Kali-yuga: un período de poco más de quinientos años sumamente rico en acontecimientos históricos y en grandes logros materiales pero que lamentablemente, precisamente por el hecho de ser éstos sólo materiales, parecieran estar llevándonos al desastre en forma acelerada.

Pensando, pues, en los lectores occidentales, que tienden en su mayoría a confiar en un futuro cargado de brillantes promesas para la humanidad, me ha parecido conveniente comenzar este estudio repasando ciertos textos de la Biblia con los que pudieran estar más familiarizados y, partiendo de ese punto y de las increíbles coincidencias existentes entre dichos textos y otros textos sagrados de todo el mundo —coincidencias que extrañamente prefiguran los más recientes descubrimientos de la moderna astrofísica—, conducirlos a través de antiquísimos mitos universales como el de las Cuatro Edades del Hombre y el de las Siete Eras del Mundo para llegar, finalmente, a inquietantes conclusiones sobre el momento actual y sobre el futuro próximo de nuestro planeta, un punto culminante en el tiempo hacia el cual parecieran estar confluyendo, en forma amenazadora, ciclos cósmicos de orden y magnitud diversos.

Sunday, April 27, 2008

“La Rueda del Tiempo”

Cuando emprendí la primera versión de “La rueda del tiempo”, lo hice motivado por circunstancias muy especiales. Había llegado casualmente a mis manos el Tercer Canto del Bhagavata Purana, preciosa y monumental escritura hindú, y me maravilló leer que en épocas tan remotas los hindúes ya supieran que el universo está en expansión, así como que manejaran conceptos tan avanzados como el de la relatividad de espacio y tiempo, cosas éstas que los científicos modernos no vendrían a conocer plenamente sino a partir del siglo XX. Pero lo que me perturbaba eran las enormes duraciones mencionadas en relación con los ciclos cósmicos. Por ejemplo, el Kali-yuga o Edad Sombría, ciclo que claramente correspondía a la Edad de Hierro de la tradición grecorromana, se extendería a lo largo de 432,000 años terrestres, un décimo de un ciclo humano total de 4'320,000 años; y si su inicio fue en 3102 a.C., como lo consignan los textos astronómicos hindúes, su fin no llegaría sino hasta el año 429,000 d.C., fecha sin duda tranquilizadora en una época de enorme crisis global como la que vivimos pero que no se aviene, en absoluto, con los datos de otras tradiciones que anuncian un fin inminente para nuestra degenerada civilización.

La respuesta a esta inquietud mía vendría poco después, principalmente en la forma de un notable artículo de René Guénon: Algunas observaciones sobre la doctrina de los ciclos cósmicos, aparecido por primera vez en francés en 1937. Gracias a él me persuadí finalmente de que tales cifras son esencialmente simbólicas, como lo indica el hecho de que todas ellas sean múltiplos de nueve —lo cual las hace justamente circulares o cíclicas—, así como que deben asimilarse fundamentalmente al gran ciclo de precesión de los equinoccios, período determinante en el desarrollo de la humanidad y cuya duración tradicional, 25,920 años comunes, es también múltiplo de nueve. Cierto que al mismo tiempo concluí que tales duraciones podían, a la luz de los descubrimientos científicos más recientes, tomarse también en forma aproximadamente literal, algo que Guénon no podía saber en su época; pero de momento era más que suficiente. Luego, como por acto de magia, cayeron en mis manos otros escritos, algunos muy importantes y otros que no lo eran tanto, los cuales me ayudaron a realizar el estudio preliminar y a publicar una primera edición en 1998. Este primer esfuerzo contenía algunos elementos que se han mantenido hasta hoy, siendo el principal mi propio cálculo del final del Kali-yuga, y por tanto del ciclo humano actual. Un elemento adicional fue la salvedad de que dicho fin pareciera haberse adelantado un grado de dicho período ó 72 años, fenómeno conocido en los textos como superposición de yugas.

Sin embargo, pronto advertí que esa primera versión no sólo contenía algunos errores históricos sino también citas erradas, por lo que traté de mejorarla mediante una segunda edición que apareció poco después y que estuvo circulando por algunos años hasta que, concluido su propio ciclo, decidí retirarla de la circulación.

Es esta la versión que actualmente estoy traduciendo al inglés —la cual debe de estar terminada para fines de agosto del presente año— y tratando de mejorar. Pero esta historia no termina aquí e, incluso a riesgo de aburrir a los lectores, estaré de vuelta con más —mucho más— muy pronto.
Luis Miguel Goitizolo

Saturday, April 26, 2008

Los Números Circulares

En mi última entrega estuve hablando sobre la imposibilidad de que la reiteración de números con respecto a ciclos cósmicos se deba únicamente al hecho de que todos son cíclicos o “circulares” y, por tanto, fácilmente divisibles entre sí, ya que las coincidencias son demasiado numerosas como para que sean solamente producto de la casualidad, sobre todo cuando proceden de lugares y tradiciones tan distantes unos de otros. Obviamente hay algo más, tal vez el deseo de llamar la atención, aunque en forma velada, hacia un hecho misterioso y trascendente que permitiría penetrar la esencia misma del mecanismo de los ciclos y, con ello, anticipar en muchos casos sus fechas de inicio y de término.

Por ejemplo, de acuerdo con ciertas fuentes, el hundimiento de la Atlántida habría tenido lugar 7,200 años antes del año 720 del actual Kali-yuga, lo que correspondería, si consideramos el 3102 a.C. como su fecha de inicio, al 9582 a.C. Pues bien, esta fecha es perfectamente verosímil pese a ser producto de cifras obviamente simbólicas, es decir, basadas en 72 – que es, como sabemos, la pieza clave en el contexto de un tiempo circular. Realmente, habría que estar ciego para ver en este hecho sólo un fruto del azar.

Otro ciclo que separaría dos destrucciones consecutivas de la Tierra es el calculado por Aristarco de Samos (310–230 a.C.), siglos después de Heráclito, en 2,484 años, cifra también circular pero considerablemente menor que las anteriores. Y aquí podemos ver otra clave: cuanto más moderno es el cálculo, menor el período calculado. Avala esta hipótesis un hecho curioso, relatado por el historiador Herodoto (c.480 – c.420 a.C.): los sacerdotes tebanos le habrían mostrado 341 figuras colosales, cada una de las cuales representaba una generación de sacerdotes desde 11,340 años atrás, período también “circular” pero mucho más próximo al “gran año” de 12,960 años comunes.

No sorprendentemente, pues, también en la Biblia, en cuyos primeros capítulos se relatan las dos catástrofes probablemente más conocidas y emblemáticas del mundo: el Diluvio y la conflagración que destruyó a Sodoma y Gomorra, hay alusiones a períodos “circulares” de extensión al parecer breve. Por ejemplo, en el Nuevo Testamento (Apocalipsis 11:3, 12:6) se menciona un misterioso lapso de 1,260 “días”, y las enigmáticas referencias a “un tiempo, dos tiempos, y la mitad de un tiempo” en Daniel 12:11, 12 y en Apocalipsis 12:14 obviamente aluden al mismo período si, como sin duda es el caso, cada “tiempo” consta de 360 “días”. Por lo demás, en Daniel 12:11, 12 se mencionan dos períodos igualmente enigmáticos: 1,290 y 1,335 “días”, números cuyos dígitos, si bien no suman nueve, sí suman tres, lo que los hace también circulares.

Sin embargo, es en los grandes ciclos donde tal vez se encuentren las correspondencias más significativas con la tradición hindú. Por ejemplo, se sabe que en la Biblioteca de Alejandría había una Historia del Mundo escrita por el sacerdote caldeo Beroso (h. 250 a.C.), en tres volúmenes, el primero de los cuales abarcaba un período de 432,000 años desde la Creación hasta el Diluvio —exactamente un décimo del maha-yuga hindú—. Y una coincidencia impresionante: según las leyendas escandinavas, 432,000 era el número de guerreros estacionados en Asgard, la morada de los dioses.

Correspondencias similares pueden encontrarse al otro lado del mundo, entre los antiguos mayas. Por ejemplo, en Tikal, en la actual Guatemala, hay una estela —la número 10— que registra un período de 5'040,000 años, número circular que dividido por diez es el de Manus en una manifestación universal total. Por lo que se refiere al calendario sacerdotal, además de los tunes o años de 360 días, compuestos de 18 uinales o meses de 20 días, los mayas contaban por katunes (7,200 días), baktunes (144,000 días), etc., todos ellos números circulares y “sagrados” cuya importancia he enfatizado repetidamente —si exceptuamos el número 144,000, que incidentalmente es el número de santos ascendidos al cielo de Apocalipsis 7,7.

En cuanto a los Xiumolpili, o períodos de 52 años usados por los aztecas para el cómputo de las cuatro edades o “soles” mediante su multiplicación por ciertos factores (al parecer 13, 7, 6 y 13, aun cuando, confirmando la tendencia apuntada anteriormente, en las versiones más antiguas los factores son mayores), se cree que se originaron con los olmecas, que habrían descubierto que los calendarios solar, sagrado y venusino coincidían cada 37,960 días, equivalentes a 104 años (o dos veces 52). De hecho, aunque estos ciclos eran tan importantes que, según se cree, les exigían la remodelación de todas sus estructuras sagradas a su comienzo o término, se trata en cualquier caso de una anomalía —la excepción que confirma la regla. Sin embargo, hay una correspondencia interesante con las grandes celebraciones que hasta hoy realizan, cada 52 años, los “dogones” de Mali, en Africa, ritos destinados según ellos a “regenerar el mundo” y que al parecer corresponderían al ciclo que realiza Sirio “B”, una enana blanca, alrededor de Sirio. Pero al margen de estas probables conexiones, puede advertirse aquí que 52 es cuatro veces 13, siendo 13, según los entendidos —y a diferencia de lo que ocurre en el resto del mundo, donde es de especial mal agüero— un número particularmente auspicioso en todo el mundo maya. Sin embargo, lo que a nuestro parecer vincula definitivamente este sistema “anómalo” con el circular “ortodoxo” es el hecho de que al cabo de 52 años del calendario sacerdotal de 360 días, habrían transcurrido exactamente 72 años del calendario “mágico” de 260 días, o sea un total de 18,720 días: número circular por antonomasia, ya que se compone de 18 y 72.

Y con esto pondré fin a esta breve panorámica, en el curso de la cual hemos podido entrever, a través de la maraña de datos y cifras presentados, una especie de trama de Cuatro Edades del mundo, de duraciones variables según las distintas tradiciones pero siempre circulares, entretejidas en la urdimbre de un esquema más general de Siete Eras de la humanidad, a su vez relacionado de algún modo con el fenómeno de precesión de los equinoccios. En medio de todo ello, hemos atisbado el tercer y más espectacular elemento del problema: las terribles catástrofes al comienzo o término de cada ciclo, de las que la más emblemática es sin duda el Diluvio que suele separar una Era de otra, y que constituye un tema favorito y especialmente recurrente en los mitos y leyendas de todo el mundo. En los próximos capítulos intentaré recapitular toda la información proporcionada y extraer, en la medida de lo posible, conclusiones que nos permitan una visión más profunda y a la vez más amplia del problema en su totalidad.

Tuesday, April 22, 2008

Algunos símbolos universales

Hasta aquí, hemos pasado revista a una serie de símbolos y tradiciones universales en que los números cuatro y siete tienen un papel preponderante.

Otro símbolo común a todas las culturas y civilizaciones del mundo es el “Huevo Cósmico”, que en cuanto imagen de la disolución y el renacimiento incesantes del Universo tiene estrecha correspondencia con el “mito” del Ave Fénix y que encontramos, igualmente, en civilizaciones que van de la hindú a la china —donde se presenta en la forma del mito de Pan-ku—, en la egipcia e, incluso, en la inca: se sabe, por ejemplo, que en la pared principal del templo de Ccoricancha, en el Cusco, había una representación del Huevo Cósmico que fue luego reemplazada por la imagen del Sol que conocieron los españoles.

Pero con esto nos estamos apartando un tanto de las versiones del esquema de cuatro edades, de las que tal vez las más típicas sean las versiones centroamericanas conservadas en libros sagrados como el Popol Vuh y el “Manuscrito Quiché”, donde aquéllas, como anteriormente, son llamadas uniformemente “soles”, aunque en este caso se trate de cuatro y no de siete. Los aztecas, por ejemplo, que al parecer recogieron estas tradiciones de los teotihuacanos, quienes a su vez las habrían recibido de los olmecas, distinguían cuatro “soles” que terminaron en otras tantas destrucciones del mundo: la primera por jaguares que devoraron a los hombres (otra versión dice que por el “dios de la Noche”), que por entonces eran gigantes; la segunda por huracanes, la tercera por una lluvia de fuego (o por el “dios del Fuego”), y la cuarta por un gran diluvio. Aunque con ligeras variantes, sobre todo en el orden de los “soles”, esta tradición estaba difundida por todo el mundo maya; y hay, además, un hecho significativo: las cuatro destrucciones se identifican en todos los casos con los cuatro elementos tradicionales.

También los incas, más al sur, creían que el tiempo se desarrolla por ciclos y que cada cierto número de años el universo estaba amenazado por grandes desgracias, tiempos de trastornos llamados “Pachacuti”. Cronistas de la conquista de América, como Fray Buenaventura Salinas, transmiten la tradición de las cuatro edades anteriores al imperio de los incas. La última habría durado 3,600 años, cifra circular por excelencia que dividida por diez es el número de grados del círculo y el de días del año sacerdotal: 360, un número especialmente sagrado para las tradiciones de todo el mundo.

Y con esto entramos en el terreno de las duraciones, que significativamente no sólo son uniformemente circulares sino que incluso muestran coincidencias asombrosas entre sí.

Particularmente sugestivas son las que giran alrededor del “gran año” de 12,960 años comunes, la mitad del Año Zodiacal. Según el autor latino Censorino (s. III d.C.), compilador de Varrón, en este “gran año”, también llamado “año platónico” y “año supremo de Aristóteles”, hay un gran invierno o kataklysmos (que significa “diluvio”) y un gran verano o ekpyrosis (que significa “combustión del mundo”). Ahora bien, en algún momento de la historia, este “gran año” fue redondeado por persas y caldeos en 12,000 años, lapso que para los primeros pasó a constituir la totalidad del tiempo. (Para los persas actuales, el año 2000 fue el 11,630 de ese tiempo.) Y no es improbable que los judíos, en contacto con estas culturas, tomaran este “gran año” y lo dividieran por dos, por motivos religiosos, para establecer a su vez su “duración total del mundo” en 6,000 años.

En conexión con esto, sin embargo, de acuerdo con la tradición rabínica ya mencionada, cada una de las Siete Eras del mundo tendría una duración de 1,656 años, cifra circular que multiplicada por siete da un total más cercano a los 12,000 que a los 6,000 años: 11,952 años.

Además del “gran año” de 12,960 años comunes se conocen otros ciclos “griegos”, igualmente vinculados a catástrofes globales, que hallan correspondencias sugestivas en la tradición hindú. Según el filósofo Heráclito de Efeso (540–475 a.C.), por ejemplo, el lapso entre dos grandes conflagraciones como la que habría sumergido a la Atlántida, miles de años antes de su época, es de 10,800 años, período “circular” que dividido por cien es 108 – un número que por su parte es objeto de especial veneración para hinduistas y budistas, como que es el número de Upanishads del canon hinduista y va antepuesto al nombre de los venerables acharyas o maestros de las grandes líneas discipulares, aparte de que es el número de figuras de piedra en las avenidas del templo de Angkor en Camboya, etc.; y cuya forma básica, 18, que como hemos visto en otro capítulo corresponde al número de respiraciones del ser humano en un minuto, es, entre muchas otras “coincidencias”, igual al número total de Puranas y al de capítulos del Bhagavad-gita. Cabe mencionar, en fin, que el número total de estrofas del Rig Veda es 10,800 y el de las del Bhagavata Purana 18,000, repartidas en doce “Cantos” o capítulos; y que, dentro del esoterismo judeo-cristiano, el número de capítulos del misterioso Libro de Enoch es, una vez más, 108.

Y en este punto conviene que hagamos una breve pausa, ya que resulta imposible que la reiteración de todos estos números se deba únicamente a que son cíclicos o “circulares” y, por tanto, fácilmente divisibles unos por otros; las coincidencias son abrumadoramente numerosas como para que sean sólo fruto de la “casualidad”, sobre todo cuando proceden de lugares y tradiciones tan distantes unos de otros. Sin embargo, una discusión de esta circunstancia requeriría demasiado espacio, por lo que tendrá que esperar un nuevo artículo.


Monday, April 21, 2008

Algunas variaciones en el número de edades

En mi anterior entrega vimos que la noción de siete edades o Eras es común en todo el mundo, lo que evidencia una casi absoluta concordancia en materia de ciclos cósmicos en la mayoría de las tradiciones.

Hay, empero, excepciones: Las Edda islandesas se refieren más bien a nueve edades, como los libros sibilinos (sólo que pretéritas), y lo mismo hacen las leyendas hawaianas y polinésicas. En cuanto a la tradición china, habla de diez kis, o edades, desde el comienzo del mundo hasta Confucio, y el Sing-li-ta-tsiuen-chou, una antigua enciclopedia que trata de la periodicidad de las convulsiones de la naturaleza, llama “gran año” al dilatado lapso entre cada una, aunque sin precisar su número; lo mismo ocurre con textos de Sse Ma-chien y de Mo-tzu, que aluden a grandes inundaciones y a largos períodos en que se alternan el orden y los cataclismos en la Tierra.

En cambio, otras tradiciones como la griega (derivada en parte de la hindú), la tibetana y particularmente las de Centro y Sudamérica, que tocaré más adelante, se ciñen en forma más estricta al esquema de cuatro edades.

Hemos visto, por ejemplo, que la tradición grecorromana habla de cuatro edades pretéritas del mundo, equivalentes a los cuatro yugas de la tradición hindú; y en la India misma, además del Bhagavata Purana y otros puranas, otros libros sagrados como el Ezour Vedam y el Bhaga Vedam aluden asimismo a cuatro edades pretéritas, aunque difieren en las duraciones de cada una. Asimismo, no es improbable que la tradición budista según la cual, de los mil Budas que aparecen en un kalpa hasta ahora se han manifestado sólo cuatro, se relacione con los cuatro yugas de que consta un maha-yuga y con los mil maha-yugas de que se compone un kalpa; en cuanto al Buda Maitreya, que aparecerá al final del ciclo para inaugurar un nuevo “milenio”, es claramente idéntico al avatara Kalki del hinduismo y a otros inauguradores del próximo “milenio”, como el “Cristo de Gloria” del cristianismo y el Mesías del judaísmo, e incluso el Mahdi, “el bien guiado”, del islamismo. Y otra notable coincidencia: tanto el avatara Kalki como el Cristo de Gloria de Apocalipsis 19:20 ss, se han de presentar montados en un caballo blanco.

Por otro lado, el esquema cuaternario guarda estrecha relación con ciertas formas arquetípicas universales que, aunque enormemente alejadas unas de otras en el tiempo y en el espacio, no varían en lo que tienen de más esencial.

Por ejemplo, según los indios Hopis, desde la llegada del hombre blanco a Norteamérica nos hallamos en un quinto y último “Mundo”, peor que los cuatro anteriores, el cual se agravará por el abandono de los cuatro “guardianes cósmicos” que velan por la conservación de las columnas que sostienen el universo. Por su parte, los mayas creían en los cuatro bacabs —los cuales cumplían igual función—, en todo semejantes al Atlas de los griegos, que lo copiaron a su vez de los orientales. (En realidad, Atlas sostiene la bóveda celeste, y no nuestro planeta.) A su vez, los egipcios recibieron de los sumerios la tradición de cuatro gigantes que soportaban el techo del cielo, y que se identificaban con cuatro grandes montañas (una era el monte Ida en Grecia, y otra estaba en la cordillera del Atlas en Marruecos). También en la China existía esta tradición: cuatro guardianes cuidan al mundo, rodeando un quinto elemento (identificado con el emperador); cuando Kung-kung, un espíritu maligno, quebró con la cabeza una de las columnas, aprovechando un descuido del guardián, se desplomó el agua del cielo, causando un tremendo diluvio. Los escandinavos, en fin, creían asimismo en cuatro guardianes, identificados por su parte con la svástika, otro símbolo universal (si bien hoy de ingrata connotación por culpa del nazismo), que es la misma de los indostanos y los griegos y que el Ollin de los aztecas, quienes lo tomaron a su vez de los toltecas; y aquí tenemos otra forma arquetípica que se extiende en forma prácticamente idéntica por todo el mundo…

Volveré con más muy pronto.

Saturday, April 19, 2008

La doctrina universal

«¿Y qué nos dice la historia natural? La destrucción de las cosas terrenales, no de todas sino de un número muy grande, la atribuye a dos causas principales: las tremendas embestidas del agua y del fuego. Estos dos castigos del cielo, se nos dice, descienden por turno tras ciclos muy largos de años.» (Filón, De la eternidad del mundo, Vol. XVII [147])

***

La noción de las edades terminadas por violentos cataclismos es común a las culturas tradicionales de todo el mundo, desde las más primitivas hasta las que alcanzaron un elevado nivel de civilización. Puede que difieran en número, en duración y en las características de las catástrofes evocadas, pero al mismo tiempo las coincidencias son en extremo significativas: en la mayoría de los casos, como veremos, las edades son cuatro o siete, sus duraciones son “circulares”, y los desastres que les ponen fin son por lo general diluvios y conflagraciones que sobrevienen en forma alternada y son atribuidos a influencias planetarias.

Así, por ejemplo, según el erudito latino Varrón (116 a.C. – 27 a.C.), los anales etruscos registraban siete edades pretéritas cuyos finales respectivos habían sido anunciados a los hombres por diversos prodigios celestes. Por su parte, el “Bhaman Yast”, uno de los libros del Avesta, habla de siete edades del mundo o “milenios”; según Zoroastro, el profeta del mazdeísmo, al final de cada una se manifiestan señales, prodigios y gran confusión en el mundo. Un texto budista, el Visuddhi-Magga, en su capítulo “Ciclos del Mundo”, dice que hay siete edades separadas por catástrofes globales de tres clases —por agua, fuego y viento— al final de las cuales aparece un nuevo sol; después del séptimo sol, el mundo estalla en llamas.

Curiosamente, esta noción de siete “soles” aparece también en los libros sibilinos, donde se dice que ahora estamos en el séptimo sol (aunque se profetizan otros dos por venir), en los Anales de Cuauhtitlán mexicanos, escritos en lengua náhuatl hacia 1570 y basados en fuentes arcaicas, que aluden igualmente a siete épocas o “soles” (“Chicon-Tonatiuh”), y entre los aborígenes de Borneo del Norte, quienes aseguran que habiendo perecido los seis anteriores, el actual es el séptimo sol en iluminar el mundo.

Al otro lado del mundo, en Norteamérica, las leyendas de los indios Hopis, que al parecer sabían desde muy antiguo que la Tierra gira en torno de su eje, hablan en cambio de cuatro edades o “mundos”. Habiendo sucumbido los tres anteriores al fuego, la nieve y el agua, el actual sería el cuarto mundo (otra versión dice que el quinto), que quedará a su vez consumado cuando la Tierra se tambalee sobre su eje al precipitarse hacia ella una gran estrella azul, llamada “Sasquasohum”. Al parecer, sin embargo, la humanidad deberá recorrer en total siete mundos.

El esquema de siete edades o eras predomina también en las misteriosas leyendas caldeas sobre siete “reyes de reyes”, el último de los cuales, Xisuthros, salva a los suyos del gran diluvio; en los siete Manus de la tradición hindú, en que también el último, Satyavrata, con el nombre de Vaivasvata, salva del diluvio a unos cuantos elegidos; y en los siete “reyes de Edom” de la cábala hebraica, que como los anteriores rigen por turno siete “Tierras”, las cuales pueden entenderse tanto en sentido temporal como espacial. Siete “Tierras” aparecen también en el esoterismo islámico, en este caso regidas por siete “Polos” (en presumible alusión al fenómeno de precesión de los equinoccios), referencia que también figura entre los antiguos egipcios, que al parecer registraron siete estrellas polares sucesivas; y por su parte la tradición rabínica, que cristalizó en el período posterior al Exilio hebreo, afirma que ha habido seis recreaciones sucesivas de la Tierra, tras otras tantas catástrofes globales; en la cuarta Tierra vivió la generación de la Torre de Babel, y ahora estamos en la séptima. De acuerdo con Filón, el filósofo judío nacido hacia el 20 a.C., algunas perecieron por diluvios, otras por conflagraciones.

Por otra parte, en evidente correspondencia con los siete “días” de la Creación bíblica, hemos visto en otra parte que la tradición hermética se refiere a siete “días creadores” de 25,920 años cada uno —la duración de un período precesional.

Como se puede apreciar, la noción de siete edades o eras es común en todo el mundo, lo que pone de manifiesto una casi absoluta concordancia entre la mayoría de las tradiciones. Hay, empero, excepciones que veremos en detalle en otro momento.

Tuesday, April 15, 2008

Más sobre el Kali Yuga

Las preguntas acerca del Kali-yuga que estaban pendientes de solución son, pues, las siguientes: ¿Realmente estamos en el Kali–yuga, la Era de oscuridad y riña? De ser así, ¿en qué etapa de él? Y, ¿es posible que lo estemos desde hace tanto tiempo (casi 4,320 años)?

Intentaré responder las tres en este artículo.

En realidad, la respuesta a cada pregunta dependerá del punto de vista que se adopte. Se trata de enfoques diametralmente opuestos de un vasto problema que además implica, dado el extenso período involucrado —prácticamente toda la historia de la civilización— preguntas adicionales como: ¿Fueron los griegos y los romanos realmente más grandes que los egipcios, constructores de inmensas pirámides y de templos grandiosos varios miles de años antes de que los griegos hicieran su aparición en el mundo? Entre los mismos griegos, ¿fueron los contemporáneos de Sócrates, Platón y Aristóteles más sabios que los de Pitágoras, Heráclito y Tales? Dando un salto en la historia, ¿fue la Edad Media europea realmente inferior al Renacimiento, y en qué sentido? ¿Qué decir, por ejemplo, del imperio de Carlomagno, de las primeras iglesias románicas y del arte gótico, un arte por entero original y no una imitación del arte clásico, como lo fue el del mal llamado Renacimiento?

En fin, ¿es realmente la época actual una era de enorme progreso, como nos la pintan los tecnócratas, o más bien un avance hacia el abismo en todos los órdenes?

Como se sabe, la India es hoy tal vez el único país del mundo donde se conservan casi íntegros los valores espirituales tradicionales, y nada más natural que, desde una perspectiva eminentemente espiritual, los hindúes tradicionalistas vean el conjunto de los últimos 5,000 años de historia como un proceso de deterioro gradual en todos los órdenes y condiciones de vida, proceso en el que la atmósfera nefasta del Kali-yuga ha terminado por invadirlo todo y el materialismo, real o disfrazado, ha sentado sus reales en el mundo. Ello se debe, en particular, a que no existiendo ya un sacerdocio calificado, la administración de la sociedad ha pasado a manos de personas de las clases más bajas, cuya única motivación es el lucro personal. Producto de ello es que exista una ansiedad creciente en las mentes de los hombres, cada vez más impacientes, codiciosos y violentos, y una degradación cada vez mayor de las costumbres que se traduce, a la postre, en la desintegración de la familia y en una conducta sexual desordenada, cuya consecuencia inevitable es que una gran cantidad de la población del mundo sea hoy “no deseada”, esto es, nacida de uniones ilícitas, incluidas violaciones, o simplemente “por accidente”. Por si fuera poco, se percibe un empeoramiento cada vez mayor en la calidad de todas las cosas, inclusive de los alimentos, y aparecen enfermedades terribles, desconocidas en otros tiempos, originadas en el aumento de las necesidades artificiales y en la proliferación de los vicios más perniciosos. Se trata en suma, para los hindúes que no han sido seducidos por el falso brillo del progreso occidental, de una era atea, violenta y degradada, en la que casi no existe la bondad (según el Varaha Purana, “en ella nacen seres demoníacos”), una era que sólo puede desembocar en un cataclismo final.

Por lo demás, tales síntomas no han dejado de ser advertidos por algunos estudiosos occidentales de renombre, entre los cuales Oswald Spengler, el famoso autor de La decadencia de occidente, y Alexis Carrel, autor de la célebre y controversial La incógnita del hombre; pero sobre todo por René Guénon, para quien se trata, en esencia, de un proceso cuya causa última reside simplemente en el alejamiento cada vez mayor del principio de que toda manifestación procede, situación que se ha vuelto irreversible y que se caracteriza fundamentalmente por la secularización y materialización progresivas del mundo —o, lo que es lo mismo, por un oscurecimiento gradual de la espiritualidad primordial. Lo cual fatalmente conduce a una inversión total de los valores universales, inversión cada vez mayor a medida que se acerca el final del ciclo y que es alimentada por la falacia de las ideas de evolución y progreso continuos. De hecho, Guénon distingue una quinta etapa cíclica dentro del Kali-yuga, a la que denomina “edad de la creciente corrupción”, la cual entraña el riesgo de aniquilación total de la humanidad. Ahora estaríamos propiamente en la temible época anunciada por los libros sagrados de la India, en que «las castas estarán mezcladas, en que la misma familia ya no existirá». El desorden y la confusión imperan en todos los órdenes, y han llegado a un punto que supera con mucho todo lo que se había visto anteriormente; una detención ya no sería posible, pues según todas las indicaciones proporcionadas por las doctrinas tradicionales, hemos entrado en verdad en la fase final del Kali-yuga, «el período más sombrío de la Edad Sombría».

Es asombroso que este certero diagnóstico de la época fuera formulado hace más de tres cuartos de siglo, en un tiempo en que numerosas voces profetizaban un progreso científico y técnico que “muy pronto pondría fin a todos los males del mundo”, un progreso que traería una “felicidad ilimitada” a la humanidad. Pues bien, desde entonces sólo se han sucedido guerras atroces, ha surgido la amenaza de devastación nuclear, han aparecido enfermedades jamás vistas, y la descomposición moral, social y política ha alcanzado niveles extremos en todo el mundo, a tal punto que la sociedad entera parece derivar inevitablemente hacia la anarquía. La violencia se ha vuelto común en un grado inusitado, sobre todo en las grandes ciudades, que nadan literalmente en las drogas y la pornografía y en las que se presenta en modalidades atroces, como el terrorismo urbano. De hecho, no hay más que abrir los diarios para aterrarse ante la profusión de noticias sobre matanzas religiosas y raciales y sobre actos de terrorismo increíblemente crueles; y, por otro lado, para espantarse ante el deterioro progresivo del ambiente, cada vez más acelerado, la contaminación creciente de ríos, mares y lagos, la extinción de bosques y de especies animales enteras por la mano del hombre, y nuevos y cada vez más frecuentes desastres naturales, los cuales, causados básicamente por el calentamiento gradual del planeta (provocado a su vez por el auge desmedido de la actividad industrial) incluyen la desertificación progresiva de la Tierra, el desgaste de la atmósfera, sequías, inundaciones, terremotos y cataclismos que cobran millones de víctimas todos los años... ¿para qué continuar? Ciertamente, todo hace presagiar que nos encontramos en las postrimerías del ciclo actual y que el fin de nuestra civilización, tal como la conocemos, estaría muy próximo, a despecho de lo que puedan opinar los creyentes en un “futuro de progreso material y moral” de la humanidad.

Admitido esto, sólo queda ver cómo sería tal fin.

Según el Bhagavata Purana (3, 11:29 ss), al final del “milenio” la devastación se produce, en una primera fase, por el «fuego que emana de la boca de Sankarsana», haciendo estragos en los “tres mundos inferiores” durante cien años de los semidioses (36,000 años humanos); esta versión coincide punto por punto con la tradición nórdica según la cual, en el momento de la destrucción del mundo (el ragnarok), de la boca de Surt, “el Negro”, emanan llamas devastadoras. (Naturalmente, las alusiones al fuego pueden referirse a grandes erupciones volcánicas o a los cada vez más frecuentes y devastadores incendios forestales que se producen actualmente en todo el mundo.) Luego, durante otros 36,000 años, hay vientos huracanados y lluvias torrenciales, acompañados de olas violentas que hacen desbordarse los mares, devastación que, en opinión de los estudiosos de las escrituras hindúes, ocurre al final del período de cada Manu. Por cierto que en el nivel humano, las cifras mencionadas deben considerarse simbólicas; referidas al Manvantara tal como quedó definido en mi anterior artículo, los 72,000 años de devastación, que en el contexto corresponden a los 4,320 millones de años del Día de Brahma, es posible que equivalgan simplemente a 72 años, con lo que lo que hemos denominado “el comienzo del fin” se ubicaría alrededor del 2010 d.C., fecha límite que propusimos allí; e incluso si considerásemos en el cálculo otros factores que sería prolijo detallar, veríamos que dicho “comienzo” podría estarse ya dando, como lo hace temer el aumento sin precedentes en los trastornos climáticos que se observan en nuestros días —cuya manifestación más visible son los reiterados embates del fenómeno de El Niño— que estarían anunciando un inminente desastre de proporciones universales.

Monday, April 07, 2008

El Kali Yuga

Según el Bhagavata Purana (1, 14:1 ss), el advenimiento del actual Kali-yuga estuvo anunciado por diversas señales ominosas: las imágenes sagradas parecían llorar y lamentarse en los templos, el engaño y los malentendidos contaminaban las relaciones entre parientes, y por doquiera la gente se volvía cada vez más codiciosa y violenta. Por sobre todo ello, presidían graves trastornos en la regularidad de las estaciones.

Esto habría ocurrido poco antes del 3102 a.C., al final del Dvapara-yuga, o tercer yuga, del vigésimo octavo “milenio” del séptimo y actual Manu, Vaivasvata.

Confirmando la fecha de inicio, Aryabhata, célebre astrónomo hindú nacido en 476 d.C., escribe que él tenía veintitrés años de edad cuando habían transcurrido 3,600 años del actual Kali-yuga, lo que da 3,600 – 23 – 476 = 3101 a.C. La diferencia de un año se explicaría por el uso de un año “cero” en la conversión al calendario occidental.

Ahora bien, tal como se dijo en un artículo anterior (“Más sobre maha-yugas y kalpas”), el comienzo exacto, la medianoche del 18 de febrero del año 3102 a.C., estuvo presidido por una conjunción de los siete planetas tradicionales. Según los jyotisha-shastras, los textos de astronomía de los antiguos hindúes, esto es perfectamente normal; el Surya-siddhanta, por ejemplo, que mide el tiempo en días desde el comienzo del Kali-yuga, presume que las posiciones de todos los planetas, en sus dos ciclos, están alineadas en el día “cero” en relación a la estrella Zeta-Piscium, la cual es usada por dichos shastras para medir las longitudes celestes. Tal conjunción habría presentado desviaciones mínimas y, por lo demás, se trataría de un fenómeno muy raro, pues entre esa fecha y nuestros días sólo se hallaron tres intervalos de diez años en que se hubiera producido un alineamiento tan exacto.

Aquí surge la pregunta: ¿por qué habría de señalarse el paso de una edad a otra por una conjunción como la descrita, si es el período de precesión de los equinoccios el factor determinante en la duración del ciclo humano? No es fácil dar una respuesta precisa; pero si consideramos que la circunferencia descrita por el eje polar de la Tierra no tiene un punto real de partida (pues éste, como en el año común, es más bien convencional), es posible que se requiera algún factor desencadenante, como los sínodos planetarios consistentes en el agrupamiento de todos los planetas a un lado del sol mientras la Tierra se encuentra en el otro (lo cual ocurre cada 180 años aproximadamente), lo que ocasione trastornos climáticos adicionales que precipiten el paso de un yuga a otro. Existe, al respecto, una conexión sugestiva con el hecho de que el fenómeno del Niño, que tan terribles trastornos ha causado en los últimos años, parece haberse iniciado alrededor del año 3100 a.C.; y cabe también recordar el concepto de “año perfecto”, tiempo que requieren los planetas para volver a alinearse en el punto de partida y que coincidiría con el “gran año” de 12,960 años comunes.

En conexión con el probable punto de partida del actual Kali-yuga, algunos autores han resaltado el hecho de que, en algún momento del siglo VI a.C., las doctrinas tradicionales experimentaron readaptaciones y reformulaciones diversas en varios lugares clave del mundo: en Grecia por Pitágoras, en la India por Buda, en Persia por Zaratustra, en la China por Confucio, etc., readaptaciones que, dada la universalidad del fenómeno, habrían sido una especie de preparación para el inicio de una nueva era. Hay que reconocer que esta fecha en torno al siglo VI a.C., aunque imprecisa, suena más verosímil como punto de partida que el 3102 a.C., que choca frontalmente con la creencia en el progreso ininterrumpido de la humanidad a partir del desarrollo de la agricultura y de la invención de la escritura. Pero a favor del 3102 a.C. puede aducirse, aparte de la insólita conjunción planetaria descrita, la singular coincidencia con el “año cero” del inicio de las civilizaciones maya y egipcia (en el 3113 a.C. la primera, alrededor del 3100 a.C. la segunda), sin duda significativa porque tal inicio coincide con el comienzo de la escritura en el mundo y parece tender, por lo mismo, un velo entre la historia propiamente dicha, la escrita, y la prehistoria, de la que casi nada se sabe con certeza absoluta. Por otra parte, se ha sugerido, sobre la base de cálculos astronómicos, que la gran epopeya Mahabharata se remontaría al 3100 a.C., pues sería en parte contemporánea del Satapatha Brahmana, donde se dice que las Krittikas (las Pléyades) «no tuercen desde el Este» —es decir, que se hallaban en el ecuador celeste. Añádanse a todo ello las persistentes alusiones, en tradiciones orales y escritas, a civilizaciones antiquísimas y espiritualmente más adelantadas que la nuestra, desaparecidas en medio de terribles cataclismos que borraron toda huella de su paso por el mundo, y el cuadro se hace más completo: de haber existido una o varias de estas civilizaciones antes de nuestra historia escrita, ello haría retroceder el peso específico de la historia en varios milenios y convertiría automáticamente el 3102 a.C. en una fecha comparativamente reciente.

Pero examinemos la cuestión obviamente central en nuestro estudio: ¿Estamos realmente en el Kali-yuga, la era de oscuridad, confusión y riña? De ser así, ¿en qué etapa de él? Y, ¿es posible que lo estemos desde hace tanto tiempo?

En mi próximo artículo trataré de dar respuesta a estos interrogantes. Les agradeceré mantenerse conectados.

Saturday, April 05, 2008

El Manvantara

Quisiera hablar un poco más acerca del Manvantara, esa antiquísima medida hindú del tiempo, y de cómo puede ayudarnos a averiguar la duración real (y no simbólica) del actual ciclo humano. Para tal fin, una rápida mirada a mis tres artículos anteriores puede ayudar a una más fácil comprensión de lo que sigue.

Consideremos pues el Manvantara, en cuanto ciclo terrenal estrictamente humano regido por un particular Manu, como una imagen en pequeño del maha-yuga de 4'320,000 años comunes. Sin importar los ceros que completan el número, la duración simbólica del Manvantara será entonces equivalente a 4320 y, siguiendo siempre la relación 4 + 3 + 2 + 1 = 10, las de los correspondientes yugas lo serán a 1728, 1296, 864 y 432 respectivamente, números todos ellos circulares —pues sus dígitos también suman nueve— y por lo tanto submúltiplos de 25,920, que es igualmente un número circular. Por otro lado, si adicionalmente consideramos que, en el orden cósmico, es justamente el período de precesión de los equinoccios el que más decisivamente influye en la duración del ciclo humano, será lícito suponer que dicha duración comprenda un número entero de tales períodos. La cuestión que se plantea entonces es: ¿cuál puede ser ese número?

Una posible respuesta a dicha cuestión la ofrece René Guénon en su notable artículo Algunas observaciones sobre la doctrina de los ciclos cósmicos, aparecido por primera vez en francés en 1937. Considerando que más que el período precesional es su mitad, o “gran año” de 12,960 años comunes, el que, dada la particular importancia que reviste para tradiciones como la griega y la persa, constituye la base principal de las edades cíclicas, sugiere Guénon en dicho artículo que dicho número sea el cinco, sobre todo en virtud de su relación con la duración del reinado de Xisuthros (el Sisera de la Biblia, personaje manifiestamente idéntico a Vaivasvata, el Manu de la era actual), duración que los caldeos fijaban en 64,800 años comunes (5 x 12,960). En apoyo de esta tesis, aparte de que una duración de 64,800 años bien puede representar la antigüedad real de la presente humanidad terrena, Guénon señalaba correspondencias bastante verosímiles para el cinco, como los cinco bhutas o elementos del mundo sensible, etc.

Ahora bien, aunque este tipo de cálculos nunca haya sido alentado por la tradición, me permito disentir sobre el número de períodos. Pues si aceptáramos 64,800 años comunes como la duración total del actual Manvantara, la del Kali-yuga sería entonces 6,480 años, o un décimo de aquélla; y si nos atenemos al 3102 a.C. como su punto de partida, una simple resta (6,480 – 3,102) daría el año 3378 d.C. como fecha de término, fecha sin duda tranquilizadora en una época de enorme crisis global como la que vivimos (aunque no tanto como la señalada por el hinduismo ortodoxo, dentro de unos cuatrocientos veinte mil años), pero que no se aviene en absoluto con los datos de otras tradiciones que, como he mencionado en otra parte de este estudio, anuncian un fin inminente para nuestra degenerada civilización.

Es de advertir que todos estos cálculos están supeditados a admitir el año 3102 a.C. como fecha de inicio del actual Kali-yuga, lo cual, en realidad, y por más argumentos que se presenten en su favor, difícilmente será aceptado por muchos críticos. Aun así, aceptemos por un momento la fecha en cuestión y prosigamos con nuestra línea de especulación: Considerando que los yugas son cuatro y no cinco, ¿no sería más natural que la duración en cuestión comprenda cuatro períodos iguales, es decir, multiplicar 12,960 por cuatro? Después de todo, los argumentos a favor de cinco períodos no son concluyentes, pues los elementos propiamente materiales son sólo cuatro (dado que el quinto, el éter, es inmaterial). Y por otro lado, si empleamos como factor el cuatro —el número de las estaciones del año— la duración total del Manvantara vendría a ser 51,840 años (4 x 12,960), con lo que abarcaría dos períodos precesionales completos, asimilables al Día y la Noche. Por lo demás, siendo 4,320 un tercio de 12,960, las duraciones reales de cada yuga estarían dadas entonces por el producto de las duraciones simbólicas por doce, que es el número de los meses del año y de los signos del Zodíaco, con lo cual, en cierto modo, estaríamos convirtiendo las duraciones simbólicas —basadas en la escala lineal 4 + 3 + 2 + 1 = 10— en propiamente circulares, esto es, basadas en un ciclo de doce meses. En cualquier caso, la duración del Kali-yuga sería entonces 5,184 años (72 x 72), ya sea que dividamos 51,840 por diez o que multipliquemos 432 por doce; y así, mediante un cálculo similar al anterior (5,184 – 3,102), obtendríamos el año 2082 d.C. como punto final del presente ciclo humano, fecha que en verdad pareciera estar más de acuerdo que la anterior con el ominoso curso actual de los acontecimientos en el mundo y con los graves trastornos climáticos que se observan en nuestros días, trastornos que hacen temer un cambio profundo, global e irreversible… y tal vez no muy lejano.

Y aunque no quisiera mostrarme agorero, pues ciertamente soy consciente de que pronósticos como éste pueden hacer más mal que bien, no está de más insistir en que el final de un ciclo astronómico puede coincidir con el de otro e influir marcadamente en él, tal vez atrayéndolo incluso hacia sí, con lo que podría acortarse aún más el plazo para la presentación de acontecimientos límite.

Los tres grandes ciclos astronómicos

Anteriormente me he referido al agudo contraste entre el Año Zodiacal de 25,920 años comunes, que para la tradición hermética correspondería a un ciclo humano de cuatro edades, y la duración de 4'320,000 años que la tradición hindú atribuye por su parte al ciclo de cuatro yugas, cifra que a primera vista pareciera desmesurada y aun arbitraria pues, a diferencia de la primera, no está relacionada con ningún ciclo astronómico conocido. Sin embargo, ya he señalado que la clave residiría en considerar esta última cifra simbólicamente, al menos en lo que se refiere al ciclo propiamente humano —esto es, el de la humanidad más reciente, el Homo Sapiens Sapiens.

Teniendo esto en cuenta, en la presente entrega veré de conciliar ambos puntos de vista y establecer la duración real del ciclo humano así considerado enfocando, para ello, el problema desde un nuevo ángulo: el del llamado Manvantara, o “cambio” de Manu (“Padre de la Humanidad”), ciclo que no obstante ser fundamentalmente septenario y tener una duración que, deducida de los textos, sería de casi 72 maha-yugas —con lo que el problema pareciera agrandarse—, es para los entendidos, exceptuando a los que insisten en tomar estos datos literalmente, idéntico a lo que hemos descrito como un solo maha-yuga.

En efecto, la relación con la duración del ciclo humano es evidente: el término Manvantara significa más precisamente “el paso a una nueva humanidad”, en este caso la nuestra, además de que de la palabra relacionada Manusya, que significa literalmente “humanidad”, se derivan el latín humanitas, el alemán mann, el inglés man, etc., siendo "Man", por su parte, “el Hombre”, el Padre Universal, el Adán de las leyendas escandinavas. Por otro lado, es interesante que en la historia se encuentren variantes de este nombre, Manu, aplicadas a fundadores de culturas diversas, como por ejemplo la egipcia (Menes), la cretense (Minos) e incluso la incaica, cuyo primer monarca, Manco Capac, fue cabeza de un linaje que abarcó catorce reyes —esto es, el mismo número de Manus que aparecen en un Día de Brama. Por lo demás, es importante anotar, conforme lo señala René Guénon, que un Manu no es en absoluto un personaje mítico, legendario o histórico, sino más bien el “Prototipo del Hombre”, y ello para un ciclo cósmico o para un estado de existencia cualquiera, al que da su Ley.

Todo ello arroja luz sobre una de las cuestiones más difíciles de entender en relación con el ciclo de cuatro yugas: me refiero a la aparente contradicción entre la existencia de ciclos humanos múltiples, por un lado, y la de un solo ciclo de humanidad por otro, problema que quedó pendiente de solución en el capítulo anterior. Ahora podemos decir, por lo que se refiere a nuestro planeta al menos, que no cabe hablar de una sucesión de ciclos humanos sino de un gran ciclo humano “general”, el de la humanidad actual, que comprende a todos los demás ciclos humanos de cualquier orden que sean.

Ahora bien, ya que partimos del supuesto de que este ciclo humano “general”, cuya duración buscamos establecer, representa aproximadamente la antigüedad de la presente humanidad terrena, y no la de sus más o menos remotos antepasados, lo más indicado será precisar previamente cuáles son los ciclos astronómicos que pueden influir en él; planteado el problema en estos términos, tales ciclos sólo pueden ser los siguientes:

(I) El ciclo de las glaciaciones, o temporadas de gran frío, que ocurren cada 100,000 años aproximadamente y están separadas por períodos interglaciales de 10,000 años cada uno. Este ciclo, que parece constituir el marco principal dentro del que se ha desarrollado la humanidad actual en la Tierra, es producido por el alargamiento de la órbita de nuestro planeta alrededor del Sol, la cual cambia cada 90,000 a 100,000 años de una forma circular a una más elíptica, y vuelta a empezar. Cuando la órbita es circular, la distribución del calor en la Tierra durante el año es uniforme, y cuando es elíptica la Tierra se aproxima más al Sol y por tanto es más caliente en algunas épocas del año, con las estaciones acentuándose en un hemisferio y moderándose en el otro debido al efecto modulador de los dos ciclos que se mencionan a continuación.

(II) El período de precesión de los equinoccios o Año Zodiacal, cuya duración suele redondearse en 26,000 años pero, como sabemos, ha sido calculada tradicionalmente en 25,920 años. Lo que hace a este ciclo particularmente importante como probable factor desencadenante del fenómeno humano en nuestro planeta es el hecho de que, a la mitad del período de oscilación del eje terrestre, o sea cada 13,000 años aproximadamente, las estaciones se invierten: hace 10,000 años, por ejemplo, cuando la Tierra estaba en su posición más alejada del Sol, en el hemisferio Norte era verano y no invierno, como hoy (y a la inversa).

(III) El ciclo de variación en la inclinación del eje terrestre en el curso de unos 40,000 años, desde un mínimo de 21.5 grados hasta un máximo de 24.5 grados, variación que obviamente acentúa o modera el efecto general del período precesional; actualmente el ángulo de la inclinación es de 23.4 grados y está disminuyendo, con lo que se atenúa la diferencia entre el verano y el invierno.

Actuando en forma coordinada, estos tres grandes ciclos orbitales, llamados “ciclos de Milankovitch” en honor al astrónomo yugoslavo que estudió su mecanismo por primera vez, someten a la Tierra a una compleja pauta astronómica que ha producido las fluctuaciones glaciales a través de las edades; si bien de los tres, es el período de precesión de los equinoccios el que, al potenciar el efecto combinado de los otros dos, parece haber desempeñado el papel principal en el desarrollo de la actual humanidad terrena. Así, algunos científicos calculan que hace unos 40,000 años, cuando el hemisferio meridional era el más cercano al Sol, y mientras en el Norte gravitaban los hielos, en diversos puntos, probablemente en Asia central, surgieron tribus unidas por la necesidad de hacer frente a las duras condiciones geofísicas imperantes; y que trece mil años más tarde, cuando los hemisferios boreal y austral intercambiaron sus posiciones respectivas frente al Sol, algunas tribus aparecieron también en el hemisferio austral.

Por otra parte, hace aproximadamente 18,000 años la Tierra comenzó a salir del último período glacial respondiendo a una combinación de los tres factores orbitales, aunque el período propiamente interglacial no comenzó hasta hace unos 10,000 años. Ahora bien, todo parece indicar que este período interglacial está a punto de terminar, y muchos científicos sostienen que, en un lapso que puede variar entre unos cuantos años y mil años a partir de hoy, la Tierra habrá entrado en una nueva glaciación de 100,000 años; para iniciar el proceso sólo se requerirá un verano de sol muy débil, incapaz de deshelar los glaciares del hemisferio Norte. Y pese a los indicios de una inminente desglaciación catastrófica causada por el llamado “efecto de invernadero”, recalentamiento del planeta causado a su vez por el exceso de emisiones industriales, la opinión predominante parece ser que en el mejor de los casos (o tal vez debiéramos decir en el peor), este factor sólo retardaría el proceso.

Como sea, en este punto debe ser obvio que, al entrelazarse e influirse mutuamente, los tres grandes ciclos orbitales ejercen un efecto decisivo sobre la vida en la Tierra, efecto que algunas veces puede ser benéfico y otras devastador. En ocasiones, por ejemplo, el final de uno de ellos coincidirá con el de otro, lo que lo hará particularmente severo. Naturalmente, el escenario es aun más complicado, pues incluye el efecto de otros ciclos menores, como las llamadas “pequeñas glaciaciones”, o períodos de inviernos muy rigurosos que sobrevienen cada aproximadamente 180 años y son al parecer causados por los llamados “sínodos planetarios” —el agrupamiento de todos los planetas a un lado del Sol, mientras la Tierra se encuentra al otro— los cuales ocurren cada aproximadamente igual número de años; o como los ciclos de gran actividad solar, que se producen cada 11 y cada 80 años principalmente y parecen influir marcadamente en las sequías, la actividad volcánica y los cambios en el magnetismo terrestre (el ciclo de 11 años ha sido posteriormente precisado en 11 años y 29 días); o, en fin, como los ciclos solares máximos y mínimos de 500 años cada uno, mencionados en algunas obras recientes, que habrían influido por turno en la aparición de las grandes civilizaciones históricas.

Todo esto constituye, sin duda, un tema apasionante, pero cuyo estudio requeriría demasiado espacio; por lo que, de momento, me detendré aquí y volveré con más dentro de unos días.