Wednesday, March 26, 2008

Más sobre el maha-yuga y los kalpas

Quisiera hablar un poco más sobre el maha-yuga, el ciclo hindú de cuatro edades decrecientes o yugas.

Tal vez la descripción más vívida de este importante ciclo sea la que nos ofrece la historia del toro Dharma, narrada en otra parte del Bhagavata Purana (1, 16:17 y ss). Allí se describe cómo Dharma, “la Religión”, pierde, en cada edad sucesiva, una a una sus cuatro piernas: En Satya-yuga, la era primigenia en que la humanidad mantiene íntegramente los principios religiosos, y que se caracteriza por la virtud y la sabiduría, se apoya en los cuatro principios de austeridad, limpieza, veracidad y misericordia; luego, en Treta-yuga, la era en que se introduce el vicio, pierde la austeridad; en Dvapara-yuga, a medida que el vicio aumenta, pierde la limpieza; y en Kali-yuga, la era de riña e hipocresía, y la de mayor degradación y oscuridad espiritual de las cuatro, en la que nos encontramos actualmente, pierde adicionalmente la veracidad y queda tan sólo apoyado en la misericordia, la cual decrece paulatinamente a medida que se acerca el momento de la devastación.

Esta devastación sobreviene al final de un espeluznante período postrero en que los hombres llegan a ser como enanos, viven vidas cortísimas y decaen hasta inimaginables extremos de depravación. La descripción de este postrer período, que aparece en el Canto XII del Bhagavata Purana, suele provocar rechazo e incredulidad en los lectores occidentales, aun cuando imágenes tan sobrecogedoras no sean en absoluto extrañas a la tradición occidental (como lo testimonian, por ejemplo, textos bíblicos tales como Deuteronomio 28:53, 57; 2 Reyes 6:28-29; Ezequiel 5:10; Lamentaciones 4:10, etc.). Por lo demás, tal devastación se produciría, en el actual ciclo, todavía de aquí a unos cuatrocientos veinte mil años, fecha tranquilizadoramente lejana —al menos desde nuestra limitada perspectiva histórica— y que contrasta marcadamente con la que otras tradiciones, por ejemplo la judaica y la persa, establecen, dentro de la época actual, para el fin de los tiempos —si bien, como veremos en capítulos subsiguientes, en el nivel terrenal y propiamente humano el fin del presente ciclo bien podría hallarse, por decirlo así, a la vuelta de la esquina.

En fin, se dice que al final del Kali-yuga aparece el propio Señor Supremo como el avatara Kalki para destruir a los demonios, salvar a sus devotos e inaugurar otro Satya-yuga, dando comienzo a un nuevo ciclo de cuatro yugas.

En cuanto al inicio del Kali-yuga, fecha crucial en nuestro estudio por cuanto ha de permitirnos, una vez establecida su duración real, calcular su fecha final, el Surya-siddhanta, tal vez el tratado astronómico más antiguo del mundo, lo sitúa a la medianoche del día que corresponde en nuestro calendario al 18 de febrero del año 3102 a.C., cuando los siete planetas tradicionales, el Sol y la Luna incluidos2, se hallaban alineados en relación con la estrella Zeta Piscium. Aunque esta fecha suene inverosímil, pues contradice todas nuestras nociones sobre la historia conocida —además de suscitar un problema al parecer insoluble: el de la evidente incompatibilidad entre la existencia de ciclos humanos múltiples, por un lado, y la de un solo ciclo de humanidad por el otro, problema que abordaremos en el próximo capítulo—, por el momento señalaré tan sólo que tal conjunción ha sido confirmada por cálculos astronómicos realizados con la ayuda de programas de computadora publicados en los Estados Unidos por Duffet-Smith.

Pasemos, pues, a los ciclos mayores. Recordemos que un Día de Brahma consta de mil maha-yugas y su Noche de otros tantos. El “día” y la “noche” duran, por tanto, 4'320,000 x 1,000 x 2 = 8,640'000,000 años comunes. Ahora bien, como Brahma vive cien de sus años (de 360 “días” cada uno), un cálculo simple (8,640'000,000 x 100 x 360) nos da la duración total del inmenso ciclo de manifestación cósmica: 311'040,000'000,000 años comunes, duración que, en teoría, es apenas la de un período de respiración del Maha-Vishnu, la Gran Forma Universal, y que simbólicamente corresponde a las dos fases complementarias en que se divide esencialmente todo proceso de manifestación —en este caso el doble movimiento alternativo de expansión y contracción, exhalación y aspiración, sístole y diástole.

Aquí se imponen algunas observaciones preliminares.

Ante todo, tratándose de ciclos cósmicos, la tradición hindú, al igual que la china y otras tradiciones antiguas, siempre ha expresado sus duraciones mediante cantidades fundamentalmente simbólicas, y ello con el objeto de mantener ocultos ciertos conocimientos considerados confidenciales. Así, en algunos casos, determinadas cifras pueden haber sido “disfrazadas”, ya sea multiplicándolas o dividiéndolas por algún factor, o bien añadiéndoles una cantidad mayor o menor de ceros, sin que las respectivas proporciones hayan sido alteradas; éste puede muy bien ser el caso del maha-yuga de 4’320,000 años comunes. Sin embargo, para aquellos hindúes que las aceptan sin discusión, las duraciones literales de los yugas tal vez debieran considerarse no tanto referidas estrictamente a la Tierra cuanto al orden más bien cósmico; y de hecho, todas las dificultades inherentes al problema quedarían resueltas incluyendo, en el marco de la doctrina, diferentes sistemas planetarios en los que los ciclos de cuatro yugas se desenvolvieran sucesivamente. Esta hipótesis plantea, empero, cuestiones de índole metafísica que escapan al alcance de nuestro estudio, por lo que, sin perjuicio de que en el próximo capítulo tratemos este ciclo más extensamente, aquí me limito a consignarla.

En cuanto al kalpa de 4,320 millones de años —cuyo apropiado estudio, a decir verdad, demandaría un tratado íntegro —, hay que precisar, ante todo, que su frecuente identificación por eruditos occidentales con la manifestación cósmica total ha quedado desbordada por la edad que la ciencia actual atribuye al universo, edad que lo situaría en una dimensión más bien planetaria o, a lo sumo, galáctica. Y en efecto, para los hindúes ortodoxos, para quienes el kalpa es simplemente sinónimo de un Día de Brama sin contar su respectiva Noche, el final de éste llega con una disolución parcial del universo por el agua; y por lo que se refiere a su duración, la doctrina se atiene estrictamente a la cifra anotada. Ahora bien, el hecho de que esta duración prácticamente coincida con los 4,500 millones de años en que la ciencia moderna calcula la edad de la Tierra (para no mencionar la cifra “definitiva” de 4,310 millones consignada en mi artículo introductorio) ciertamente apunta a la posibilidad de que represente la vida de nuestro sistema planetario; de ser así, no sería improbable que la Tierra estuviera actualmente en las postrimerías de un Día de Brahma y que se estuviera acercando su correspondiente Noche, aun cuando tarde en llegar todavía una buena decena de millones de años. Sin embargo, todo esto no es ni con mucho tan simple: para empezar, los textos alusivos son en algunos casos bastante enigmáticos, como lo permite entrever, por ejemplo, la reiteración de la frase: Aquellos que saben... (Bhagavad-gita 8:17), y dejan por tanto abierta la posibilidad de que los 4,320 millones de años se refieran en realidad no a la parte diurna, sino al Día de Brama completo, con lo cual la duración de la parte diurna sería 2,160 millones de años y otro tanto la de la nocturna. También aquí, pues, conviene tener en cuenta la posibilidad de que las cifras se hayan disfrazado de algún modo.

Finalmente, la enorme duración de 311'040,000'000,000 años comunes que los textos atribuyen implícitamente al gran ciclo de manifestación cósmica cubre, por cierto, holgadamente los 15,000 millones de años en que la física moderna calcula la edad del universo; y aun cuando la primera se considerase exagerada —digamos que fuera mil veces menor, es decir que la cifra real fuese de sólo 311,040'000,000 años, lo que ciertamente no es imposible si nos atenemos a las consideraciones precedentes—, aun así los 15,000 millones de años cabrían cómodamente en ese período. En cualquier caso, ello significaría que nuestro universo es todavía muy joven y que al presente estamos, dentro del inmenso ciclo de manifestación universal, prácticamente al comienzo de un período de expansión.

Y por supuesto, no deja de ser impresionante que hayan tenido que transcurrir, literalmente, milenios para que de nuevo comience a tomar forma en los medios científicos modernos esta antiquísima noción de un universo que “respira”, esto es, un universo que tiene dos períodos, uno en el que se expande y otro en el que se contrae; los cuales, en virtud de las correspondencias a que están sujetos los ciclos de cualquier orden, se asimilan el uno al Día y el otro a la Noche de Brahma, así como a ambas fases de lo que los hindúes llaman Manvantara, antigua medida hindú de tiempo que, en mi empeño por conjugar lo que podríamos llamar las vertientes occidental y oriental de la doctrina, abordaré próximamente con algún detalle.

Sunday, March 16, 2008

La doctrina hindú de los ciclos cósmicos

En esencia, la doctrina hindú de los ciclos cósmicos postula un tiempo circular, cualitativo, que influye cíclicamente en nuestro universo y en todo cuanto en él existe. Un universo que por su parte es eterno, sin principio ni fin, y que se manifiesta, junto con otros miles de millones de universos, desde un estado de desarrollo a otro de equilibrio, y luego a otro de decadencia, tras el cual sobreviene su disolución —o pralaya— y vuelta a empezar, por siempre jamás. Un universo, en suma, regido por la periodicidad, donde todo tiene un ritmo, una pulsación; en el cual, entre manifestación y pralaya, discurren en incontable número los dilatadísimos Días de Brahma, o kalpas, precedidos por sus respectivas Noches; y en el que dentro de cada kalpa se suceden mil “ciclos humanos”, o maha-yugas, cuyo estudio, invirtiendo el orden, intentaré en primer lugar.

Empecemos por señalar que cada uno de estos maha-yugas se compone de cuatro edades cíclicas o yugas, de duración decreciente, que señalan otras tantas etapas de degradación paulatina de la humanidad y que se corresponden, por consiguiente, exactamente con aquellas que la tradición occidental ha designado siempre como edades de Oro, de Plata, de Bronce y de Hierro —excepto por un aspecto de la doctrina: la magnitud de las duraciones involucradas. En efecto, la que se atribuye al maha-yuga, 4'320,000 años comunes, suena tan desmesurada como para representar un ciclo humano, que desconcierta al occidental no iniciado con estos temas. Y es que sin mencionar que estamos hablando de ciclos —de los cuales hay nada menos que mil en un Día de Brahma—, tal duración supera incluso la antigüedad del hombre sobre la Tierra, la cual, aunque en sentido muy amplio bien podría remontarse a algunos millones de años, generalmente se estima en sentido más estricto —es decir, referida al hombre moderno o Sapiens Sapiens— a lo sumo en unos cincuenta o cien mil años. Y por otro lado, ¿por qué las duraciones de los yugas han de ser proporcionales a la escala 4 + 3 + 2 + 1 = 10 y no más bien iguales, como las cuatro edades de la tradición occidental? Luego veremos, empero, que estas cuestiones no son, como podría pensarse, insolubles, ni el problema en su conjunto tan complejo como parece, por lo que de momento estudiaremos sin más las duraciones tal como se deducen de los textos pertinentes. 

Tabla 1 - El maha-yuga o ciclo de cuatro yugas

Duración en
años divinos
Edad o yuga
Duración en
años humanos
   Proporción
     4,800
    Satya
1’728,000
           4
     3,600
    Treta     
1’296,000
           3
     2,400
   Dvapara
    864,000
           2
     1,200
     Kali
    432,000
           1
12,000

4’320,000
10










De este modo, las duraciones son 4,800, 3,600, 2,400 y 1,200 años para los yugas denominados Satya, Treta, Dvapara and Kali respectivamente. Pero se trata de “años divinos”, que traducidos a “años humanos” devienen el producto de dichas duraciones por 360 —de acuerdo con la afirmación, en Bhagavata Purana 3, 11:12, de que “un día de los semidioses es como un año de los seres humanos”. Un examen más profundo revela, empero, un hecho que es tal vez el más significativo en todo este análisis, si bien, en realidad, se trata de algo perfectamente lógico: al menos en “años humanos”, todas las duraciones son propiamente “circulares”, esto es, no sólo son divisibles, debido a que terminan en dos o más ceros, por 2, 4, 5, 8, 10, 15, 20, etc., sino que además lo son, por el hecho que sus dígitos suman nueve, por 3, 6, 9, 12, 18, 24, 36, 72, 108, 144, 180, 360, etc., todos los cuales son números “sagrados” para la mayoría de las tradiciones. Lo cual no sólo acomoda muy bien a cualquier sistema numérico basado en el círculo de 360 grados, que es el que más se adecua a un tiempo circular porque permite efectuar divisiones exactas, sino que además permite relacionar las duraciones “humanas” con la del período de precesión de los equinoccios de 25,920 años comunes, cuyos dígitos también suman nueve. Así, 72 x 60 = 4,320 y 72 x 360 = 25,920 (recordemos que el equinoccio precesiona un grado cada 72 años), y en fin, 4,320 x 6 = 25,920, todo lo cual, en realidad, nada tiene de particular, ya que la división del círculo se efectúa naturalmente según múltiplos de tres, seis o nueve, siendo los de este último los que ofrecen las posibilidades más amplias.


Ahora bien, en conexión con estos dos números clave, 72 y 25,920, existen coincidencias en extremo sugestivas que evidencian una perfecta correspondencia entre la vida del hombre, el “microcosmos”, y la de nuestro universo o “macrocosmos”. Para empezar, 72 corresponde al promedio de latidos del corazón humano en un minuto, y la cuarta parte de 72, o sea 18, al de respiraciones humanas en el mismo lapso, por lo que en un día un hombre habrá respirado 18 x 60 x 24 = 25,920 veces. Y por otro lado, al cabo de 72 años, que es la duración media de vida del hombre en la actualidad, un hombre habrá vivido un total de 25,920 días (considerando un año ideal de 360 días), mientras que el eje polar de la Tierra habrá recorrido apenas un grado del círculo equinoccial de 360 grados o 25,920 años comunes. En otras palabras: desde la perspectiva cósmica, la vida del hombre dura un solo día.

Por otra parte, el número 72 aparece frecuentemente en conexión con los ciclos cósmicos. Por ejemplo, figura en los cuadrados mágicos chinos y correspondía, en la tradición extremo-oriental, a la división del año en cinco partes (5 x 72 = 360), de las cuales tres (3 x 72 = 216) eran “Yang” o masculinas, y dos (2 x 72 = 144) “Yin” o femeninas; mencionaré, de paso, que esta división del año era asimismo empleada por los antiguos incas. Entre los antiguos egipcios, por su parte, son 72 los conspiradores que acompañan a Seth en su conjura para asesinar a Osiris.

Recordemos, en fin, que 72 eran los discípulos de Jesús, 72 los miembros del Sanedrín judío, y 72, en el Medioevo, los puntos de la Regla de la Orden del Temple. Pero por muy interesantes que sean todas estas consideraciones numéricas —que ciertamente podrían multiplicarse hasta el tedio—, las dejaremos en este punto para regresar —próximamente— al maha-yuga.

Thursday, March 06, 2008

La tradición egipcia y los ciclos cósmicos

Permítaseme referirme un poco más a los antiguos egipcios y el Año Divino de 168 años zodiacales.

Se sabe que los antiguos egipcios, como la mayoría de las culturas tradicionales antiguas, concebían un universo construido sobre la base de misteriosas relaciones numéricas en las que los diversos órdenes de magnitud se correspondían, cuantitativa y cualitativamente, unos con otros. Así, consideraban que el Año Divino de 168 años zodiacales estaba constituido por tres “divinos tiempos de labor” de 56 años zodiacales cada uno (168 : 3); cada “divino tiempo de labor” por cuatro “estaciones seminales” de 14 años zodiacales cada uno (56 : 4); cada “estación seminal” por dos “divinas semanas de gestación” —equivalentes al Día y la Noche— de siete años zodiacales cada una (14 : 2); y cada “divina semana de gestación” por siete “días creadores” de 25,920 años comunes cada uno (7 : 7), siendo ésta, como hemos visto, la duración del ciclo de precesión de los equinoccios o Año Zodiacal. Con ello establecían una primera analogía, entre el año zodiacal y un “día creador”.

Adicionalmente, dividían el “día creador” de 25,920 años comunes en 12 “horas diferenciales” —equivalentes a 12 meses zodiacales— de 2,160 años comunes (25,920 : 12), es decir, el período en que el equinoccio coincide con el mismo signo del Zodíaco.

Ahora bien, como la ascendencia de cada nuevo signo se supone que va acompañada de acontecimientos catastróficos o de algún otro modo cruciales para la Tierra, esta “hora diferencial” o mes zodiacal de 2,160 años comunes ha recibido especial atención por parte de la tradición hermética. Por ejemplo, se dice que al llegar a su fin la Era de Leo y presentarse la de Cáncer, hace alrededor de 10,000 años, tuvo lugar el hundimiento de la Atlántida. El cambio de Cáncer a Géminis, por su parte, habría sido testigo del paso de un enorme cometa que sacudió a la Tierra. El de Géminis a Tauro, hace unos 6,000 años, habría señalado el comienzo de nuevas civilizaciones y el inicio del culto al toro —y a la cabra— en diversos lugares del mundo —en Egipto al buey Apis, en Babilonia y Asiria a los toros alados—, así como de fiestas ligadas a la primavera y a la procreación. Por su parte, la llegada de Aries, hace unos 4,000 años, habría coincidido con la aparición del culto al cordero pascual, símbolo de la religión judaica. Por último, el paso de Aries a Piscis habría anunciado la aparición y difusión del cristianismo, cuyo principal símbolo, al menos en sus comienzos, fue, como se sabe, inicialmente el pez.

Como sea, en cuanto “hora diferencial” dentro del “día creador” de 25,920 años comunes, y continuando con la analogía horaria, los egipcios dividían el período de 2,160 años en 60 “minutos” de 36 años comunes cada uno (2,160 : 60), y el “minuto” de 36 años comunes en 36 “tareas específicas” de un año común cada una (36 : 36), con lo cual establecían dos importantes analogías horarias haciendo corresponder, primero, la hora común con el “mes zodiacal”, y luego cada minuto de esa “hora” con un ciclo de 36 años comunes, igual a la mitad de un grado del círculo zodiacal. Por último, dividían la “tarea específica” o año común en siete “aptitudes creadoras” de 52 semanas y fracción cada una (365 : 7) y la “aptitud creadora” en siete “virtudes humanas” de siete días y fracción cada una (52 : 7), con lo que relacionaban la semana común con el Año divino de 168 Años Zodiacales y fundamentalmente, y aunque recurriendo en este caso a divisiones inexactas y fracciones, con los siete “días creadores” de 25,920 años comunes cada uno.

Pues bien, sea cual fuere la utilidad práctica de estos últimos cálculos, queda claro que los antiguos egipcios, como asimismo los griegos, persas y caldeos, asignaban una importancia muy particular al período de 25,920 años (o a su mitad de 12,960 años), el cual muy verosímilmente representaría la duración de un ciclo completo de cuatro edades. De ser así, ¿cuál sería la duración de cada una?

Según la tradición hermética, la “raza adámica”, a la que pertenecemos, habría evolucionado a través de cuatro edades de 6,480 años de duración cada una y actualmente se encontraría en las postrimerías del ciclo completo. Estas edades, naturalmente equivalentes a otras tantas “estaciones zodiacales” de tres “meses zodiacales” cada una, habrían sido determinadas por cuatro acontecimientos fundamentales: (I) Formación, desde el inicio del Año Zodiacal hasta el pecado o “caída” del hombre; (II) Pecado, desde la expulsión del Jardín del Edén hasta la tribulación, que comenzó con el Diluvio; (III) Tribulación, desde el Diluvio hasta la redención; y IV) Redención, consumada por Cristo. Así, estando el Sol por ingresar en los primeros grados de la constelación de Acuario —tras haberse desplazado en sentido retrógrado por las de Tauro, Aries y Piscis—, el Año Zodiacal estaría a punto de completar su último período, y la “raza adámica” el de su redención y liberación.

Permítaseme hacer aquí algunas observaciones. Estos períodos o “estaciones” —cuya descripción, a decir verdad, suena un tanto fantasiosa—, que algunas tradiciones redondean sin más en seis mil años, claramente corresponden a un ciclo más general, y por tanto más extenso, que el constituido por las edades descritas por Hesíodo, quien obviamente se refería a períodos más locales y contingentes y a ciclos ya concluidos en su época. Por otro lado, contrastan marcadamente, tanto en magnitud como por sus duraciones iguales, con los cuatro yugas de la tradición hindú, que son de una elaboración increíble y cuyas duraciones, proporcionales a la escala 4 + 3 + 2 + 1 = 10, son nada menos que 1’728,000, 1’296,000, 864,000 y 432,000 años comunes respectivamente, lo que da una duración total de 4’320,000 años para el ciclo completo. Y por lo demás está el hecho, en extremo significativo, de que esta escala es la misma, aunque en sentido inverso, que la Tetraktys pitagórica, expresada como 1 + 2 + 3 + 4 = 10. Permítaseme referirme brevemente a esta última.

Entre los griegos que expusieron la doctrina de los ciclos cósmicos —grandes filósofos como Anaximandro, Empédocles, Heráclito y posteriormente Platón y los estoicos— destaca nítidamente Pitágoras, cuyos intereses intelectuales eran ante todo matemáticos. Se dice que su descubrimiento más trascendente, y que constituiría una especie de revelación sobre la naturaleza del universo, fue que ciertos intervalos de la escala musical pueden expresarse aritméticamente como relaciones entre los números 1, 2, 3 y 4, los cuales, sumados, dan 10, número “perfecto” en tanto que símbolo del Supremo. Originado, según la leyenda, en los tonos emitidos por un yunque sobre el que golpeaban martillos de diferentes tamaños, tal descubrimiento demostraba la existencia de un orden inherente en la naturaleza del sonido y, más aún, una organización matemática en la formación del universo, en cuya estructura, armoniosa y bella como la música misma, interviene como elemento fundamental el tiempo.

Ahora bien, en tiempos de Pitágoras, y también mucho después, los eruditos griegos solían efectuar viajes de estudio a diversos países, principalmente a Egipto y Mesopotamia, y más allá todavía, a la misma India, considerada a lo largo de la historia como meta final de los buscadores de conocimiento. No está claro si Pitágoras emprendió tal viaje; si lo hizo, ello tal vez explicaría el origen real de su famosa Tetrakkys, sobre cuya versión hindú trataré probablemente muy pronto.