Thursday, February 28, 2008

El Mito de las Cuatro Edades del Mundo y la precesión de los equinoccios

En sentido estricto, se considera que el “mito” de las Cuatro Edades del Mundo nació en Grecia hacia el siglo VIII a.C., en los días en que el país había quedado sumido en la desolación tras la invasión de los dorios. Se dice que por entonces el poeta Hesíodo, probablemente influenciado por oscuras leyendas sobre pasados cataclismos y sobre los tiempos más felices que los precedieron, se consagró a componer, en la soledad del campo, Los trabajos y los días, el más enigmático de los dos célebres poemas que se le atribuyen —el otro es su famosa Teogonía.

En el primero, refiere Hesíodo cómo, hasta su época, la humanidad había vivido cuatro edades principales: La Edad de Oro, la Edad de Plata, la Edad de Bronce y la Edad de Hierro, con una edad adicional, la de los Héroes, al parecer insertada entre las de Bronce y Hierro únicamente para acomodar a los grandes héroes de la Ilíada.

Dentro de la misma tradición, pero muchos siglos más tarde, el poeta latino Ovidio (43 a.C. – 18 d.C.), en su Metamorfosis, menciona adicionalmente el diluvio que sobrevino al final de la Edad de Hierro y del que se salvan Deucalión y Pirra, quienes dan inicio a una nueva humanidad.

Hasta aquí la versión clásica. En un sentido más amplio, sin embargo, la tradición tendría un origen más remoto, posiblemente oriental: según los entendidos, se habría desarrollado a partir de la nostalgia de los pueblos primitivos por el retorno a la vida natural, nostalgia que sumada a consideraciones sobre la recurrencia y regularidad de las catástrofes que azotan al mundo, así como a especulaciones inspiradas en ciclos cuaternarios tales como las cuatro estaciones del año, las cuatro fases de la Luna, las cuatro etapas en la vida del hombre, y así sucesivamente, habría finalmente cristalizado en el “mito” de las Cuatro Edades del Mundo recogido por Hesíodo. En cuanto al lugar de origen en sí, algunos se inclinan por la India, dada la identidad manifiesta entre las cuatro edades de la tradición griega y el ciclo descendente de cuatro yugas de la tradición indostana. En conexión con esto, sin embargo, quedaría por resolver si ése es también el origen de todos los otros mitos en que la noción de cuatro edades es igualmente prominente, como ocurre en las tradiciones maya e incaica y en muchas otras; e incluso de todos los demás “mitos de retorno” en los que —independientemente del número de edades— sobresale la creencia universal y antiquísima en la “caída” del hombre, tradición ésta que evoca el descenso y alienación del hombre desde una situación paradisíaca, dorada, hasta una etapa de total degradación de la humanidad —habitualmente terminada en un diluvio catastrófico— cuya versión más conocida y representativa puede leerse en las primeras páginas de la Biblia, desde la “caída” de Adán y Eva y su expulsión del Paraíso hasta los acontecimientos que condujeron al Diluvio.

Pero volvamos al problema de las edades y a nuestro siguiente paso lógico, es decir, determinar sus duraciones. En el Timeo, Platón afirma que los siete planetas, transcurrido el lapso en que equilibran sus velocidades respectivas, regresan al punto de partida. Esta revolución constituye el “año perfecto” y, dada la importancia que le atribuyen distintas tradiciones, ha de influir de algún modo en la duración total de un ciclo de cuatro edades. Cicerón, por su parte, aunque admite la dificultad de calcular este vasto período celeste, le asigna una duración de 12,954 años comunes, si bien la cifra precisa sería 12,960 años (180 x 72), como parecen indicarlo ciertos datos concordantes. Y en efecto, este último período, también llamado “gran año” tanto por griegos como por persas, es la mitad exacta del gran ciclo astronómico conocido como precesión de los equinoccios, o Año Zodiacal, cuya duración ha sido calculada tradicionalmente en 25,920 años comunes (360 x 72) y es, como se sabe, aquel en que la proyección del eje polar de la Tierra, respondiendo a los movimientos de rotación y de oscilación o “bamboleo” del planeta a lo largo de su órbita, describe una circunferencia completa a razón de un grado cada 72 años y regresa al punto exacto de partida en relación con las constelaciones del Zodíaco, con lo que el punto equinoccial vernal, uno de los dos momentos del año en que la noche dura igual que el día, vuelve a ser el mismo que al comienzo del período. Otra consecuencia del lento movimiento circular de la proyección del eje terrestre es que ésta apuntará sucesivamente a una diferente estrella polar en el curso de esos 25,920 years.

Aunque se ha dicho que este período fue descubierto por el astrónomo griego Hiparco en 139 a.C., algunos autores creen que los primeros en calcular su duración en 25,920 años comunes fueron los antiguos egipcios, quienes habrían llegado a esta cifra haciendo coincidir el equinoccio con el mismo signo zodiacal durante 2,160 años; y otros aún que los primeros en conocerlo fueron los antiguos brahmanes de la India, cuyo conocimiento habría pasado a Irán y Sumeria y luego a Egipto, donde lo recogió el griego Hiparco. Como sea, según la tradición hermética, los egipcios buscaban establecer la duración del Año Divino, el cual quedó fijado en aproximadamente 168 años zodiacales (o “días creadores”, como los llamaban ellos). Esto en sí es en extremo sugestivo, ya que 168 multiplicado por 25,920 da 4'354,560 años comunes, prácticamente la duración del ciclo hindú de cuatro yugas (4'320,000 años comunes), con una diferencia de "apenas" 34,560 años; sin embargo, como la consideración de tan notable coincidencia nos llevaría demasiado lejos, por el momento me detendré aquí. Los veré pronto con más.

Monday, February 25, 2008

Más evidencias escriturarias con respecto al tiempo

En mi anterior entrega, titulada “Algunas evidencias escriturarias con respecto al tiempo”, presenté una historia del Bhagavata Purana que claramente implica que los antiguos hindúes estaban familiarizados con la relatividad de espacio y tiempo… ¡cientos, probablemente miles de años antes de que fuera formulada por Einstein!

Una historia similar de la tradición islámica, aunque curiosamente inversa, refuerza el argumento: Mahoma visita el séptimo cielo montado en la resplandeciente yegua Alburak, la cual, al partir, vuelca una jarra llena de agua; a su regreso, tras innumerables eones, el Profeta alcanza a levantarla... y aún no se ha derramado una sola gota.

En otra parte del Bhagavata Purana (3, 29:43) se declara, con sencillez pasmosa, que el cuerpo universal total está en expansión. Este hecho, que sólo en nuestro siglo ha quedado confirmado por las observaciones astronómicas que sustentan la teoría del “Big Bang”, difícilmente podría calificarse de casualidad o invención, aun por los incrédulos más recalcitrantes; y por lo demás, la teoría en cuestión no excluye la posibilidad de procesos reiterados de expansión y contracción del universo a través de períodos inmensos, derivación que por su parte encaja perfectamente en el marco de la doctrina hindú de los ciclos cósmicos y en el de muchas otras concepciones análogas. En efecto, esta idea se encuentra en la mayoría de las doctrinas tradicionales. Para el taoísmo, por ejemplo, el Tao tiene un movimiento reversivo, de alejamiento y retorno al origen (Cf. el Tao te ching de Lao tzu, especialmente los capítulos XXV y XL). El hermetismo, por su parte, afirma que el mundo «comienza desde donde cesa» (Corpus Hermeticum I, 11, 10.7). En fin, según el neoplatónico Proclo, «... todo avanza desde un punto y retorna, tiene una actividad cíclica... une el fin con el principio». Y también el estoicismo atribuye este movimiento a su Logos.

La lista, pues, es larga. Pero pasemos al ámbito de la historia, donde la arqueología moderna ha confirmado repetidamente los datos proporcionados por la Biblia y otros textos occidentales. Por ejemplo, durante mucho tiempo el rey asirio Sargón II fue conocido únicamente por el relato presentado en Isaías 20:1, y los críticos rechazaban esta referencia como desprovista de valor histórico alguno. Posteriormente, las excavaciones arqueológicas sacarían a la luz el grandioso palacio de Sargón en Korsabad, junto con numerosas inscripciones alusivas a su reinado, tales como la del sitio y toma de Samaria y el consiguiente destierro del pueblo israelita. En forma similar, se ha confirmado la expedición de Senaquerib a Israel, la cual, según la versión del Antiguo Testamento (2 Reyes 18:13 ss, 19:36; Isaías 36:1, 37:37), terminó en el fracaso y subsiguiente retorno del rey asirio a su país de origen. (Aunque este último dato no figura en los relieves murales del palacio real, la omisión es perfectamente explicable por la natural renuencia a admitir las propias derrotas.)

Mención aparte merecen, por su gran trascendencia, los sensacionales descubrimientos realizados a partir de 1870 por el arqueólogo aficionado Heinrich Schliemann. Como se sabe, este notable arqueólogo alemán, desafiando la opinión general que no veía en la Ilíada sino un relato imaginario, inició excavaciones en el lugar señalado por el poema como asiento de la antigua Troya y halló lo que resultó ser no una, sino nueve ciudades superpuestas, siendo la sexta, contada desde abajo, la cantada por la epopeya; y luego en Micenas, descrita por el mismo poema como «muy superior materialmente a Troya», sacó a la luz enormes murallas de piedra, leones tallados y el fabuloso tesoro de Atreo, maravillas que de no ser por él tal vez seguirían siendo consideradas legendarias hasta nuestros días.

Parecería pues, a juzgar por los ejemplos presentados —los cuales ciertamente podrían multiplicarse—, que, en lo que se refiere a la ciencia, y en mayor o menor grado a la historia, las grandes escrituras y textos sagrados del mundo sí son confiables; en este sentido, es preciso concluir que no sólo “la Biblia tenía razón”, como es el título de un famoso libro, sino que asimismo la tienen otras escrituras del mundo; igualmente, y con base en los mismos ejemplos, podría inferirse que los textos hindúes parecen ser válidos en cuanto a los grandes períodos, de millones y billones de años, y que la Biblia y otros textos occidentales lo serían para los períodos “pequeños”, de miles y, quizás, cientos de miles de años. Cierto que esto no es exactamente así, pues, para empezar, es obvio que algunos pasajes de la Biblia, notablemente los primeros versículos del Génesis, abarcan períodos inmensos; pero al menos para los fines de nuestra presente indagación bien podemos permitirnos esta generalización.

En cuanto a los textos hindúes, ya tendremos oportunidad de familiarizarnos con las complejidades de su elaborada doctrina. Adelantaremos tan sólo que, tal como ocurre en muchas otras tradiciones, el término milenio —al igual que otros similares como “gran año”, siglo, etc.— es sinónimo de un gran ciclo cósmico cualquiera y no mil años comunes, como pudiera pensarse, y suele aplicarse a cualquiera de ellos, usándolo propiamente en su acepción de “duración indefinida”. Lo cual debe subrayarse no tanto por el hecho en sí, fundamental para el estudio de la doctrina, sino porque en cierto modo es consubstancial con la existencia de todo tipo de correspondencias y asimilaciones entre ciclos de orden y magnitud diversos, a tal punto que expresiones como “día” y “noche”, referidas a períodos vastísimos, suenan perfectamente naturales.

Una pregunta surge naturalmente de todo lo anterior: si no la inventaron simple y llanamente, o si no es el producto de meras especulaciones afortunadas, ¿dónde obtuvieron los compiladores de estas escrituras semejante información, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos? Que las diversas culturas nacieran en forma espontánea y simultánea en todo el mundo, compartiendo conocimientos misteriosamente similares, es difícil de aceptar; las numerosas analogías sugieren más bien un origen común ignorado y, de hecho, más lógico, o al menos más verosímil, parece ser que haya habido una civilización anterior a todas las demás, depositaria del conocimiento primordial en que se basa tal información, y que todas las demás culturas hayan recibido de ella ese conocimiento, el cual posteriormente se habría modificado y, en la mayoría de los casos, distorsionado por las especiales circunstancias de tiempo y lugar. Esta noción de una cultura ancestral común, que explicaría la universalidad de ciertos conocimientos “ocultos”, ha sido sustentada y ampliamente desarrollada por connotados investigadores como René Guénon y otros, según los cuales, en la colección aparentemente caótica de antiquísimos mitos y leyendas que describen la naturaleza y el origen del universo, transmitidos tradicionalmente por las sociedades de todo el mundo, se pueden ver evidencias de tal civilización primordial. Esta sociedad arcaica sería anterior a todas las civilizaciones antiguas conocidas, incluidas las de Mesopotamia, Egipto, China e India, para no mencionar las americanas; y así, historias cuyo significado original se ha perdido pero que se han conservado en forma fraccionaria y deformada, podrían proporcionarnos información fundamental y genuina sobre los grandes misterios del universo.

A modo de ejemplo, mencionaré sólo una de tales historias: Los indios Sioux de Norteamérica hablan de un ciclo de cuatro eras; hay un búfalo que pierde una pierna en cada era y ahora estamos en la última, que es de gran degradación, y al búfalo le queda una sola pierna. En el Bhagavata Purana (1, 16:18 ss) se cuenta la misma historia sobre el toro Dharma: actualmente nos encontramos en la última era —la Era de Kali, la edad de riña e hipocresía—, y Dharma se apoya en una sola pierna...

Friday, February 22, 2008

Algunas evidencias escriturarias con respecto al tiempo

Desde el siglo pasado se han observado notables coincidencias entre la Biblia y ciertos textos de la tradición occidental, por un lado, y algunos libros sagrados orientales, principalmente hindúes, por otro. Para mencionar la más conocida, la Biblia habla de un Diluvio Universal que sobreviene al final de un período de degradación de la humanidad, y los Puranas y otros textos, tanto orientales como occidentales, hablan de periódicas devastaciones parciales del universo por el agua. (De hecho, el recuerdo de uno o varios “diluvios universales” permanece vivo en las tradiciones de todo el mundo.) Pero, como veremos a continuación, hay muchas otras coincidencias.

Por ejemplo, el libro del Génesis (1:2) refiere cómo, en el principio, «el espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas»; por su parte, en el Bhagavata Purana (5, 25:l, etc.) se lee que, al comienzo de la creación, Vishnu (Dios) yace sobre el Océano Causal.

En el Evangelio de San Juan (Juan, 14:2), Jesús declara: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas»; el Brahma-samhita (5:40), a su vez, dice que el resplandor de Dios, el “brahmajyoti”, contiene innumerables planetas.

En fin, en un pasaje del evangelio “gnóstico” de Tomás (77), dice Jesús: «Yo soy el Todo, todo sale de Mí, y a Mí vuelve.» En el Svetasvatara Upanishad (4:11), otro conocido libro sagrado hindú, se afirma que «Él [Dios] gobierna todas las fuentes de la creación; de Él emana el universo, y a Él retorna finalmente.»

Por otra parte —y con esto entramos más en materia—, en el libro del Génesis (3:23 ss) se describe la “caída” y expulsión del hombre del Paraíso, un tema recurrente en las escrituras y tradiciones de todo el mundo y que está estrechamente vinculado a la noción de las edades y ciclos cósmicos. Aunque en forma no tan obvia, también en Juan 14:3, 15, 19, así como en los anuncios del fin de los tiempos, Jesús se estaría refiriendo a ellas; y asimismo Daniel 2:21, 29 ss, 7:1 ss, otros profetas del Antiguo Testamento, el Apocalipsis de San Juan, etc.

En fin, algunos autores han señalado concordancias notables en torno a estos temas entre algunas escrituras orientales, como el Tao te ching de Lao Tzu y los Upanishads hindúes, por un lado, y diversos tratados estoicos, herméticos y neoplatónicos por otra.

La ciencia moderna, por su parte, ha validado diversos pasajes de la Biblia. Algunos de los ejemplos más conocidos, como la verificación del orden evolutivo en la creación de las especies (peces – aves – bestias), fielmente reflejado en Génesis l:20 ss, y el hecho de que en los últimos diez o doce mil años bien pudo ocurrir un desastre de proporciones tales como para producir un “diluvio universal”, según lo evidencian tanto los anillos de las secoyas de California como los fósiles y cadáveres depositados y conservados en lodo congelado, son apenas unos cuantos de entre ellos. Otros ejemplos incluyen el conocimiento de la forma esférica de la Tierra en Isaías 40:22, donde la palabra hebrea chugh, traducida generalmente por “círculo”, u “orbe”, también puede significar “esfera”; el de que la Tierra flota en el espacio, en Job 26:7; el de una Tierra primitiva envuelta en tinieblas y en un vapor acuoso, en Génesis 2:6; y en fin, el de las etapas mismas de la creación, en Génesis l:3 ss, cuya secuencia —si se considera desde el punto de vista de un observador terrestre, así como que cada “tarde” y su correspondiente “mañana” representan períodos vastísimos— armoniza perfectamente con la que postulan las más modernas teorías cosmológicas.

Sin embargo, es entre las escrituras propiamente orientales donde se encuentran ejemplos de información científica que son particularmente impresionantes.

El Bhagavata Purana (9, 3:30-34), por ejemplo, narra el viaje del rey Kakudmi a Brahmaloka, el planeta más elevado del universo, gobernado por el poderoso semidiós Brahma, el creador del mundo, para pedirle consejo sobre un buen esposo para su hija Revati. Cuando el rey llega el palacio de Brahma, el dios está oyendo ejecuciones musicales de los Gandharvas, los músicos celestiales, y Kakudmi hace antesala; terminada la ejecución, le expresa su deseo. Brahma se echa a reír: «¡Oh Rey! —le responde—, aquellos a quienes hubieras podido elegir por yernos han fallecido ya; han transcurrido veintisiete chatur-yugas [27 x 4'320,000 años terrestres] y todos ellos han desaparecido, al igual que sus hijos, nietos y demás descendientes.» Ahora bien, aunque la distorsión espacio-temporal ilustrada por esta historia puede deberse a las diferentes velocidades de traslación de los planetas “superiores” e “inferiores” de la tradición hindú, no deja de ser ilustrativa de la famosa paradoja contemplada por la teoría de la relatividad para los viajes interestelares a velocidades cercanas a la de la luz.

Nota: Los párrafos precedentes, y los publicados días atrás, han sido editados por mí especialmente para este medio a partir de la introducción a mi libro “La rueda del tiempo” (publicado hace algunos años en Lima, Perú). En los próximos días me propongo publicar algunos párrafos más tomados de diferentes partes del libro.

Wednesday, February 20, 2008

La Rueda del Tiempo

Una indagación sobre el secreto del tiempo

Entre los grandes misterios del universo, pocos han ejercido tan extraña fascinación sobre la mente del hombre como el del tiempo. Y es que el tiempo no es un enigma cualquiera: insondable en su esencia más profunda, el tiempo es, por derecho propio, un misterio de misterios.

A través de los siglos, el misterio se ha mantenido y ha cautivado a grandes pensadores del mundo: Salomón, Pitágoras, Platón, San Agustín, Newton y Descartes se sintieron, cada cual en sus respectivas épocas, irresistiblemente atraídos por él. Y ya en nuestros días ha quitado el sueño a grandes científicos como Einstein y como su “sucesor”, Stephen Hawkin.

Pero ya aquí se nos deparan sorpresas. En efecto, parece ser que no fue Einstein el primero, ni el único, en descubrir que el tiempo es relativo al espacio: ya los antiguos hindúes lo sabían, como lo testimonian algunos de sus textos más sagrados, en especial los Puranas (un punto que ampliaré más adelante). En cuanto a Hawkin, no hace mucho se preguntabe si el tiempo transcurre en forma meramente lineal, tal como lo ha postulado siempre la física clásica, o si lo hace en forma más bien circular, cíclica — como lo han concebido desde siempre las doctrinas orientales tradicionales.

Haríamos bien, entonces, en revisar dos de nuestras nociones más arraigadas: a saber, que ha sido sólo en los dos últimos siglos que se han hecho los más grandes descubrimientos científicos... y que los antiguos no tenían ni el más mínimo conocimiento científico del mundo.

Un tercer ejemplo nos ayudará a reforzar este punto. Desde hace algún tiempo, la ciencia ha venido calculando, sobre la base de mediciones radiactivas, la edad de la Tierra en unos 4,500 millones de años desde su formación en el sistema solar. Más recientemente se ha dicho que el análisis de piedras traídas de la Luna da una cifra aun más precisa, y al parecer definitiva: 4,310 millones de años, pero este es un dato que lamentablemente no he podido verificar, aunque desde luego se ajusta perfectamente al anterior. Pues bien, esta cantidad es casi idéntica a la de 4,320 millones de años que, según los Puranas y ciertos tratados astronómicos hindúes, constituye la duración de lo que los hindúes llaman un “Día de Brahma” (o kalpa) dentro del inmenso ciclo de manifestación universal.

Naturalmente, se puede aducir que los hindúes llegaron a esta cifra por mera casualidad o que simplemente la inventaron, como asimismo inventaron todo lo que se refiere a las edades y ciclos cósmicos. Para refutar tales objeciones habría, entonces, que averiguar primero si el conjunto de estas nociones está respaldado por otras escrituras del mundo — es decir, si hay acuerdo entre las escrituras hindúes y los otros libros sagrados del mundo acerca de estos temas — y luego, como prueba accesoria, establecer si son confiables las demás informaciones que dichas escrituras contienen; todo ello con el objeto de otorgarles, al menos en una etapa preliminar, cierta respetabilidad frente a la opinión de los incrédulos más recalcitrantes, aquellos que literalmente se burlan de estas teorías.

Ésta es una tarea que, Dios mediante, quedará para mi próxima entrega.

Mensaje del autor

Estimado lector,

Desde mis años de juventud me sentí fascinado por la sabiduría oriental y, más particularmente, por las doctrinas hindúes. Sin embargo, no fue sino hasta hace algunos años que inicié la tarea de estudiar la antigua doctrina de los ciclos cósmicos desde diferentes puntos de vista, aunque usando principalmente los textos sagrados más relevantes de todas las partes del mundo. Con el tiempo, sentí el deseo de escribir un libro relacionado con mis estudios en esa materia; son fragmentos de ese libro, que titulé “La rueda del tiempo”, lo que comenzaré a publicar por este medio a partir de hoy.

Más recientemente, tras desempeñarme durante algunos años como “networker” promoviendo diversos programas, decidí traducir mi libro al inglés, tarea que está actualmente en proceso y que espero terminar a fines de agosto de este año. Durante las pasadas semanas he estado publicando en línea fragmentos de esta traducción desde Qassia, un nuevo y fascinante programa, así como en mi recientemente inaugurado blog “The Wheel of Time”.

Todo comentario bien intencionado es bienvenido.

Gracias,

Luis Miguel Goitizolo
Lima - Perú